Las decisiones educativas tienen impactos duraderos que afectan la vida de los niños y jóvenes. Por ello, apostar por una educación basada en evidencias no es solo deseable, sino imprescindible. Este enfoque parte del reconocimiento de que no toda idea o intuición sobre cómo aprendemos es correcta. Lo que distingue al conocimiento científico de otras formas de saber es su carácter sistemático y verificable. No basta con que algo “parezca funcionar”; se requiere que se haya comprobado mediante métodos rigurosos y que los resultados sean replicables. La transformación de la información en conocimiento no ocurre automáticamente. Es necesario someter la información a procesos de análisis crítico, contrastarla con otras fuentes y validarla empíricamente. Este proceso es esencial tanto para la producción científica en general, como para la enseñanza en particular: no se trata solo de transmitir datos, sino de formar capacidades cognitivas para interpretar, cuestionar y aplicar esos datos de forma significativa. En este sentido, el conocimiento debe ser el punto de partida para la toma de decisiones educativas. Elegir una metodología de enseñanza, un programa de intervención o un sistema de evaluación no debería depender de modas pedagógicas ni de intuiciones personales, sino de lo que la evidencia científica ha demostrado que funciona. Cuando las decisiones educativas se basan en evidencia sólida, se incrementan las probabilidades de mejorar los aprendizajes y reducir brechas entre los alumnos de distintas clases sociales.
Adoptar una educación basada en evidencias implica también reconocer el valor de la evaluación formativa y, particularmente, el de la retroalimentación. Su verdadero poder reside en su capacidad para informar al estudiante, al docente y a la escuela sobre los avances, dificultades y pasos a seguir para lograr aprendizajes significativos. La retroalimentación oportuna, específica y orientada a la mejora es uno de los componentes que más influyen en el aprendizaje, según múltiples estudios pedagógicos y psicológicos. Pero, para ofrecer una retroalimentación efectiva, es indispensable contar con evaluaciones pertinentes, válidas y sensibles al progreso educativo de cada estudiante. No se trata solo de medir, sino de evaluar; es decir, comparar lo que se mide con una meta deseada (ej.: aprendizajes esperados). Esto requiere herramientas diseñadas con claridad, que capturen no solo los productos finales, sino los procesos de pensamiento y desarrollo de habilidades, durante el proceso de enseñanza.
Ante la ausencia de evaluaciones de aprendizaje en el Sistema Educativo Nacional, es importante que especialistas en la materia desarrollen instrumentos que los docentes puedan utilizar en sus salones de clase, para conocer de manera oportuna las trayectorias de aprendizaje de cada estudiante, a lo largo del ciclo escolar (como se hace en Holanda y Dinamarca), en al menos las dos asignaturas de mayor importancia: lenguaje y matemáticas. Dichos instrumentos deben estar alineados, tanto a los planes y programas de estudio como a los libros de texto, que se utilicen principalmente en cada una de las escuelas, grados escolares y asignaturas. Igualmente, estos instrumentos deben diseñarse en formatos de respuesta auténtica –es decir, en el que el estudiante construye su respuesta, en lugar de seleccionarla– y que permitan calificar al estudiante de manera automática e inmediata. De esta manera, el alumno recibe una retroalimentación oportuna. Lo anterior es posible si se utilizan evaluaciones estandarizadas y dispositivos digitales, con lo cual se consiguen cuatro grandes beneficios: 1) que los estudiantes conozcan sus fortalezas y áreas de oportunidad en cada asignatura, a lo largo del ciclo escolar, 2) que los docentes cuenten con el conocimiento necesario del progreso educativo de sus estudiantes, tanto individual como grupal, durante el proceso de enseñanza-aprendizaje, 3) que las autoridades escolares conozcan el logro académico del total de sus estudiantes, al fin del ciclo escolar, y 4) que las casas editoriales conozcan cuáles contenidos de sus libros de texto se adquieren y cuáles no, a fin de que puedan mejorarlos en ediciones futuras.
En conclusión, la educación basada en evidencias no es una moda tecnocrática, sino una responsabilidad ética. Enseñar mejor no es solo una cuestión de vocación o intuición: es también una cuestión de conocimiento. Un conocimiento que se construye críticamente, que se somete al escrutinio y que se aplica para el bien de los estudiantes. Apostar por este enfoque es apostar por una educación más justa, eficaz y humana.
Presidente del Consejo Directivo de Métrica Educativa, A. C.
@EduardoBackhoff