Si la intolerancia antitaurina no obliga a quitarles el apelativo de “toreados”, los chiles serán lo único toreado que nos quede de consumarse el ominoso atentado contra una cultura ancestral. Resulta alentador que la presidenta Sheinbaum le otorgue valor a la cultura taurina y recomiende preservarla con matices, pero eso no se conseguirá con la burda sustitución que se ha propuesto, la que literalmente acabará con los toros, pues quienes se dicen protectores de los animales terminarán siendo los más consumados “matadores de toros”, porque a ellos deberán su muerte miles de astados bravos. Alterar la naturaleza de la Fiesta conducirá a la extinción de una raza que solo existe para su lidia en las plazas, sus bellísimos ejemplares serán sacrificados como cualquier otra res para convertirse en alimento, pues a los ganaderos no les será rentable mantenerlos.

Paradójicamente, nadie ama más al toro bravo que el aficionado a la tauromaquia. Nunca comprenderán los enemigos de esta cultura que el toro es el objeto del culto taurino; se le venera como “Su Majestad, el Toro”. Se le asigna un nombre propio con el que puede pasar a la historia de la Fiesta y al salir a la arena, la belleza de su estampa suele arrancar al público una exclamación. Su bravura y nobleza son apreciadas como valores centrales de la magia que envuelve la danza ritual en la que el movimiento cadencioso del torero traduce en arte su encuentro con la fiera, a la que domina con valor y destreza. No la ve como enemigo pues es su coprotagonista en ese misterioso drama de amor y muerte que envuelve la relación entre el torero y el toro. Quien no la ha sentido, jamás entenderá la emoción que en ese momento de expresión estética recorre los tendidos como una corriente eléctrica y vincula al público en una comunión cuasi religiosa que estalla en un estentóreo ¡Ole! cuya asombrosa uniformidad es conseguida por la invisible batuta de una pasión compartida.

El aficionado va a la plaza en busca de esa satisfacción anímica, no lo lleva el gusto de ver sufrir al toro cuyo destino mortal no es distinto al de miles de congéneres de otras razas que son sacrificados para alimentarnos. La diferencia es que el taurino exige que su sacrificio se haga con dignidad y reprueba sonoramente la falta de destreza del matador que falla en conseguir una estocada, que bien ejecutada debe terminar con la vida del toro en menos de treinta segundos. Hay que reconocer que muchas veces no es así y eso abona al justo rechazo de personas que tienen razones válidas para oponerse a la Fiesta pero que podrían intentar comprenderla con tolerancia y buena fe, en vez de tratar de destruirla. Es posible introducir reglas para suprimir prácticas que inflijan un dolor innecesario al burel, las cuales son reprobadas también por el aficionado, para quien el toro sigue siendo objeto de culto incluso después de su muerte, ya que la multitud, puesta en pie, puede brindarle una ovación como homenaje.

Para el profano eso es una absurda contradicción, y efectivamente lo es, porque toda pasión está inundada de contradicciones. Así: los verdaderos defensores del toro de lidia somos los taurinos, en cambio, esa raza única está condenada a su extinción por quienes dicen defenderla. Tenía razón Oscar Wilde: “Todos matan lo que aman; el valiente lo hace con la espada, el cobarde con la palabra”.

Investigador de El Colegio de Veracruz y Magistrado en retiro. @DEduardoAndrade

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