Es curioso que los detractores de la cultura taurina no se opongan a la cultura gastronómica que justifica la muerte de los bovinos y otras muchas especies para ser consumidas por los humanos. Se trata también de una tradición cultural. Los animales que pueden ser comidos varían de una a otra cultura. En la India se prohíbe sacrificar reses; los musulmanes y judíos proscriben al cerdo; los vietnamitas consumen carne de perro y en Perú el cuyo, simpático roedor que algunos tienen de mascota, se degusta como rico manjar.

Pretender que el toro de lidia viva en las ganaderías hasta su muerte natural es un contrasentido si a la vez admitimos la matanza diaria de decenas de miles de reses para alimentarnos. No es la vida de los animales el valor protegido por el odio antitaurino, pues no se condena en general la muerte de astados, sino la presunción falsa de que el aficionado se divierte a costa de su sufrimiento. Es la conducta ética de quienes asisten a las plazas el objeto del reproche impuesto desde otra visión ética que se asume como suprema dictadora de la moral sin aceptar siquiera analizar los valores culturales en juego.

Es lamentable que en una sociedad que ensalza la empatía como valor se den reacciones tan agresivas como las de los antitaurinos al extremo de acudir a un auténtico lenguaje de odio. Lo de menos es aceptar el signo de los tiempos y dejar que reine la intolerancia entre diversos sectores sociales enfrentados por distintos motivos; que prospere la cultura de la cancelación de aquellos cuyo pensamiento no compartimos. Empero, una sociedad democrática debe aceptar la verdadera diversidad cultural no marcada por un sectarismo autoritario que decida qué es cultura y qué no lo es, criterio emparentado con el Índice de los libros autorizados y los que debían ser quemados. La democracia obliga a respetar las convicciones éticas garantizadas por el artículo 24 constitucional. La falta de espíritu democrático en una colectividad es el caldo de cultivo de la polarización política.

Quisiera creer que todavía hay margen para defender jurídicamente el valor democrático de la tolerancia. Debería impugnarse la legislación antitaurina de la capital por ser inconstitucional puesto que la Constitución atribuyó al Congreso de la Unión la facultad de emitir la Ley General relativa a la prohibición del maltrato animal. Al ser una facultad expresamente conferida a una autoridad federal, los Congresos locales no pueden legislar en la materia.

La Ley General podría preservar para el ámbito federal como excepciones basadas en los artículos 4º y 24 de la Constitución las manifestaciones culturales vinculadas a la naturaleza de los animales que en ellas participan. Dicha “naturaleza” debe ser tomada en cuenta por el legislador al expedir la ley secundaria.

Yo tuve la fortuna de ver muchas corridas, muchos toros y toreros admirables, no perderé pues gran cosa, y siempre queda la posibilidad de ver la señal de TV española que espero no sea bloqueada, pero me preocupa que cunda el miedo a hablar y a decir lo que uno piensa. Nunca imaginé que llegaría a experimentar la sensación de estar sometido a una especie de dictadura ejercida por la propia sociedad que obliga a sus miembros a callar, no por temor a la autoridad pública sino por el pavor de provocar la reacción violenta del prójimo.

Investigador de El Colegio de Veracruz y Magistrado en retiro

@DEduardo Andrade

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