Recientemente, la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoció el cuidado como un derecho humano autónomo, estableciendo que todas las personas tienen derecho a cuidar, a ser cuidadas y a ejercer el autocuidado. Con ello, los Estados están obligados a garantizar este derecho a través de medidas legislativas y políticas públicas que reconozcan la dignidad, la igualdad y la corresponsabilidad social.
Como abogada celebro profundamente este pronunciamiento, porque es de una relevancia enorme: no podemos hablar de que las mujeres se incorporen de manera real y plena a la vida profesional si no hablamos de cuidados. Pero como mujer y como mamá, celebro aún más que, desde el ámbito jurídico, se empiece a reconocer una verdad que vivimos cada día en carne propia.
Volver al trabajo después de ser mamá no es, como muchas veces se piensa, un simple trámite administrativo. No es solo regresar a la oficina, ponerte al día con correos y reuniones, o retomar la rutina que dejaste en pausa unos meses. Es un proceso profundo, desgastante y, en muchos sentidos, solitario. Una experiencia llena de emociones encontradas, de culpas que no se nombran y de exigencias imposibles.
La primera carga es invisible pero constante: la carga mental. Si además estás lactando, esa carga se multiplica de forma abrumadora. Ya no se trata solamente de organizar tu agenda laboral, sino de organizar tu vida entera alrededor de la lactancia. ¿A qué hora te vas a sacar leche? ¿Cómo encajas las juntas en esos espacios? ¿Qué pasa si la reunión es fuera de la oficina? Entonces llevas tu extractor, tu termo, tus botellas, tu hielera… y además la ansiedad de encontrar un lugar mínimamente digno para hacerlo, porque casi nunca existe. Terminas escondida en un baño, en un coche, o en una oficina prestada, esperando que nadie toque la puerta.
Pero la lactancia es solo una parte de esa carga. Está la pregunta constante: ¿quién lo cuida? Aunque lo tengas resuelto, aunque hayas encontrado a alguien de confianza, aunque tengas una tribu (que casi siempre es pagada y representa un gasto fuerte para la economía familiar), la culpa no desaparece. Culpa porque lo dejas. Culpa por pensar que te estás perdiendo momentos que no volverán. Culpa porque disfrutas tu trabajo. Culpa porque, por unos minutos, te olvidas de tu bebé. Y con la culpa, su compañera inseparable: la ansiedad. Ansiedad de que algo pase, de que se enferme, de que te necesite y no estés. Ansiedad de no rendir como antes en el trabajo. Ansiedad de que, en realidad, no estés cumpliendo en ningún lado.
En nuestra sociedad se espera que trabajes como si no tuvieras hijos y que seas mamá como si no trabajaras. Un doble estándar imposible que nos coloca siempre en falta. Ante esta exigencia, no sorprende que 2 de cada 10 mujeres tengan depresión posparto, aunque las cifras reales seguramente son más altas, porque muchas nunca se nombran ni se diagnostican.
Y es que la narrativa de la superwoman no le sirve a nadie. Esa imagen de la mujer fuerte, empoderada, que puede ser CEO, estar presente en todos los eventos escolares, mandar el lunch perfecto, tener vida social, un matrimonio ejemplar, ir al gimnasio y, además, verse espectacular, es completamente falsa. Imposible. Una ficción que ha dañado profundamente a las mujeres porque simplemente no se puede cumplir. Fingir que tenemos todo bajo control, que la maternidad no nos cambió, que seguimos siendo las mismas de antes, solo profundiza el aislamiento y la soledad.
La realidad es que ya no somos las mismas. Científicamente está comprobado que el cerebro de una mujer cambia tras la maternidad. No es una metáfora, es un hecho: nuestras conexiones neuronales se reconfiguran. Y aun así, se espera que regresemos al trabajo como si nada hubiera pasado. Con la misma concentración, la misma energía, las mismas prioridades. Insisto, es imposible.
Lo que sí ocurre es que vivimos todos los días en una montaña rusa emocional: la felicidad inmensa al despertar y ver esa sonrisa en la cuna, el desgarro de dejarlo para ir a trabajar, el alivio de tener un espacio propio, la culpa de que esté con alguien más, la gratitud por recuperar un poco de ti misma… y de nuevo la culpa por sentirlo así. Todo en un mismo día, a veces en una misma hora.
A raíz de los artículos personales que he escrito en los últimos meses, no ha dejado de sorprenderme la cantidad de mujeres que se han sentido reflejadas. Cientas me han escrito para decirme: “yo también”, “eso me pasa”, “gracias por ponerlo en palabras”. Y es que de esto no se habla. Se espera que regreses al trabajo como si nada, como si no hubiera ocurrido el acontecimiento más transformador de tu vida. Pero sí ocurrió. Y sí importa.
Por eso, el pronunciamiento de la Corte Interamericana debería ser un parteaguas. El cuidado no es un asunto privado que cada familia debe resolver como pueda. Es un tema de derechos, de igualdad, de justicia. Mientras no exista un sistema integral de cuidados, seguiremos atrapadas en este laberinto de culpas, cargas y sacrificios que hacen que la maternidad se viva, muchas veces, desde el aislamiento y la ansiedad.
En México ya se han presentado iniciativas para crear ese sistema integral. Ojalá se logren concretar, porque lo necesitamos urgentemente. Una licencia de maternidad de tres meses no es suficiente. Nunca lo ha sido. Y pretender que después de ese tiempo una mujer puede volver a trabajar con la misma normalidad de antes es no entender nada: ni del cuerpo, ni de la mente, ni del bebé, ni de la realidad.
La realidad es que no se puede todo. No se puede sola. Y mucho menos se puede al mismo tiempo. Necesitamos reconocerlo, hablarlo, normalizarlo. Necesitamos tribu, comunidad, apoyos reales. Porque seguir esperando que las mujeres trabajemos como si no fuéramos madres, y seamos madres como si no trabajáramos, no es solo injusto y agotador: es inhumano.