Durante el embarazo, te preparan para muchas cosas. Te recomiendan libros, te hablan del parto, del baby shower, del miedo al nacimiento, del cuarto del bebé, de la cuna, del nombre. Pero nadie —o casi nadie— te habla con honestidad del posparto.
Para mí, el verdadero terremoto emocional no llegó cuando vi las dos rayitas en la prueba, ni cuando supe que mi parto sería inducido. El verdadero impacto llegó después, cuando tenía a mi hijo en brazos y el mundo seguía girando mientras yo me sentía suspendida en una nueva dimensión: la del posparto.
Vivimos en una cultura que romantiza el embarazo y celebra el nacimiento, pero calla lo que viene después: el duelo a la vida que tenías antes, el duelo a tu cuerpo, a tu rutina, a tu independencia. Nadie te prepara para sentirte tan lejos de ti misma. Para extrañar a la persona que eras antes y, al mismo tiempo, sentirte culpable por hacerlo. ¿Cómo vas a extrañar tu vida anterior si ahora tienes en tus brazos al amor más grande que has conocido?
Y, aun así, lo haces. Extrañas tu silencio, tu espacio, tu tiempo. Extrañas pensar sin interrupciones. Comer sin prisa. Bañarte sin reloj. Salir sin avisar. Tener una conversación que no gire en torno a biberones, pañales o si el bebé durmió.
El posparto también sacude la relación de pareja. El poco tiempo a solas se vuelve meramente administrativo: quién cambió el último pañal, quién preparó el biberón, quién durmió más. Y hay momentos en los que lo miras y piensas: “¿por qué su vida no cambió tanto como la mía?” Y te molesta. Aunque lo quieras, aunque lo admires, aunque sepas que está haciendo lo mejor que puede, aparece un sentimiento complejo, incómodo: el resentimiento. Porque aunque ambos son padres, la transformación —física, emocional, mental— recae principalmente sobre nosotras. Ellos siguen yendo a trabajar, al gimnasio, pueden salir con amigos sin preocuparse que a media noche deben sacarse leche. Nosotras seguimos… cuidando, sanando, transformándonos.
Lidiamos con el hambre voraz de la lactancia y, al mismo tiempo, con la presión silenciosa —y cruel— de volver rápido a nuestro cuerpo anterior. Con el deseo de descansar y el cansancio que no se cura con dormir. Con el “mommy brain” que nos roba palabras, pensamientos, concentración. Y aparecen miedos que nunca habías tenido. Miedo a dormir profundamente y que algo le pase mientras descansas. Miedo a dejarlo con alguien más y pensar que si ocurre una tragedia, será tu culpa por no estar ahí. Miedo de los pensamientos obscuros que te invaden en la madrugada, cuando lloras en silencio y te preguntas si de verdad puedes con esto.
Y te sientes sola, incluso rodeada de gente. La maternidad puede ser profundamente solitaria. Y, sin embargo, también conoces la felicidad más grande, que a veces convive con la tristeza más profunda. Todo en un mismo día, a veces en un mismo instante. Una dualidad abrumadora que no sabías que podía habitar en un solo cuerpo.
Y en medio de todo esto, te preguntas: ¿cuándo voy a tener una hora libre para leer, escribir, hacer ejercicio o simplemente estar sola? Algo tan básico como darte un baño en silencio puede sentirse como el más preciado regalo. Y entonces llega la culpa. Por lo que sientes. Por lo que no sientes. Por lo que piensas. Por necesitar tiempo para ti. Por no disfrutar cada segundo. Por desear que alguien se lleve al bebé un rato… y luego extrañarlo a los dos minutos.
A veces miras a tu alrededor y ves que la vida sigue. Tu trabajo sigue, los pendientes siguen, los correos se acumulan, las decisiones se deben tomar. Pero tú no estás ahí. Estás adormecida. No porque no te importe, sino porque no tienes espacio mental para sostener nada más. No puedes pensar, resolver, decidir. No puedes ser todo a la vez.
Y, al mismo tiempo, cada día se repite. El lunes se siente igual que el miércoles, que el sábado, que el domingo. El bebé no sabe de fines de semana. La rutina no distingue horarios. Y eso pesa. Una amiga me dijo una frase que se me quedó grabada: “me da igual qué día es, porque todos los días son iguales”. Y, aunque sabes que llegará, duele no ver la luz al final del túnel.
Soy consciente de que vivo esta etapa desde un lugar de mucho privilegio. Tengo una red de apoyo, una pareja presente, amigas que me escriben, que pasan por mi casa y me sacan a caminar al parque aunque no tenga ganas, que me recuerdan que no estoy sola. Tengo ayuda. Y, aun así, hay días en los que siento que apenas sobrevivo. No dejo de preguntarme cómo le han hecho las mujeres a lo largo de la historia, sin descanso, sin pausa, sin red. Somos verdaderas heroínas, aunque no nos sintamos así. Y es que el posparto te confronta con todo: tus límites, tus miedos, tus creencias, y tus más profundas heridas.
Te cambia incluso la relación con tu propia mamá. La miras diferente. Ahora entiendes su sacrificio, agradeces su presencia como nunca antes. Te duele no haberlo visto antes. Y aparece un nuevo vínculo, hecho de amor y de culpa. De comprensión y de empatía.
Hoy pienso que cualquier cosa que logro en el día es un triunfo. Mandar un correo. Leer cinco páginas. Ver al bebé dormir media hora más. Lograr que agarre su sonaja. Todo eso ahora se siente monumental. Porque esta etapa lo es.
Por eso escribo esto. Pero sobre todo, lo escribo pensando en mis amigas: en quienes me han confiado su camino en el posparto y en la maternidad, quienes se han abierto conmigo sin filtros, con honestidad, con lágrimas, con risas, con culpa y con amor. Para ellas lo escribo. Y también para quienes aún no se han atrevido a decirlo en voz alta. Para que sepan que no están solas. Que esto también es parte de maternar. Y que vale la pena contarlo.