Empecé a escribir este artículo a la mitad de la noche. Como ya es costumbre desde que me enteré que estaba embarazada, despierto alrededor de las 3 de la mañana; ya sea porque mi bebé no se cansa de presionar mi vejiga, por el reflujo, por la ansiedad de estar embarazada después de haber sufrido una pérdida gestacional, o por los miles de pensamientos que me invaden a la mitad de la noche, como a toda futura mamá primeriza. A estas alturas, ya con 6 meses y medio de embarazo, el insomnio se ha vuelto parte de mi rutina nocturna. Dicen que el cuerpo es tan sabio que desde el embarazo te prepara para esas pocas horas de sueño que te esperan una vez que nazca el bebé.
Así que, en noches como esta, lejos de resistirme, trato de darle la bienvenida al insomnio. Y en lugar de perder el tiempo en redes sociales o comprar cosas en Amazon que no necesito, intento hacer algo que, al menos, se sienta un poco más productivo. Y cuando empecé a escribir este artículo, era una de esas noches que estaba pensando qué hacer.
Mi esposo dormía tranquilamente a mi lado (imposible no sentir un poquito de envidia hacia los hombres en esta etapa). Voltee a ver mi mesa de noche, donde estaban mi Kindle, mis audífonos, y mi celular, con mi app de embarazo favorita lista para recordarme qué fruta representa ahora el tamaño de mi bebé.
Opté por el Kindle. Había descargado un libro sobre el parto, la lactancia, y todo eso para lo que te dicen que debes prepararte, aunque sé que en la realidad nada saldrá como lo describe el libro. Leo unas páginas, pero me distraigo rápidamente. Me da hambre, me paro a la cocina a comerme un plátano. Me aburro, me voy a la tele y pienso en poner un capítulo de alguna serie, pero luego pienso que eso ahuyentará más el sueño y decido regresar a mi cama. Me enrollo en la almohada de embarazo que me acabo de comprar y que se siente como un apapacho. Y de pronto, en medio de la noche, me invade un profundo sentimiento de gratitud, al darme cuenta de lo afortunada que soy. Y me siento en paz.
Pero ese sentimiento no dura mucho, inmediatamente empiezo a pensar en aquellas mujeres en prisión, con quienes he trabajado durante tantos años. Mujeres que han enfrentado embarazos en condiciones que nadie debería vivir. Desde hace más de 10 años que mi trabajo me ha llevado a conocer a decenas de ellas: mujeres privadas de la libertad que vivieron la maternidad en entornos llenos de carencias, miedo y soledad.
Pienso en aquellas mujeres que nunca vieron a un ginecólogo durante su embarazo, que no sabían con certeza cuándo nacería su bebé porque ni siquiera conocían con exactitud sus semanas de gestación, mucho menos su estado de salud. Pienso en mujeres como Adri, quien solo supo que era hora de dar a luz porque comenzó a sentir contracciones y recordó que, por sus partos anteriores, ya debía estar cerca el momento. Pero aun así, nadie le creyó y pasó más de un día esperando la autorización para ser trasladada al hospital.
Pienso en todas aquellas mujeres que han dado a luz esposadas a una camilla de hospital, como si una mujer en pleno parto, o con una cesárea pudiera escapar. Mujeres que, en lugar de tener a su familia cerca, fueron custodiadas por policías en un momento tan íntimo y vulnerable. Desde mi absoluto privilegio, no logro concebir lo que sería regresar a una celda tras el parto, tal vez sin una cama propia, compartiendo espacio con decenas de mujeres, o peor aún, durmiendo en el piso. Pienso en la terrible comida que reciben y en cómo me han contado que son las mismas internas quienes limpian las heridas y cambian vendas, cuando hay vendas; o cuando no, usan sus propias sábanas.
Pienso en lo que debe significar criar a un hijo en prisión, sabiendo que, cuando cumpla tres años, será separado de ti.
Se me revuelve el estómago de pensar que, como sociedad, permitimos que una mujer viva en esas condiciones. Que todavía existan quienes sostienen que esta crueldad es justicia. Me llena de enojo, pero también de responsabilidad. Porque yo puedo prepararme para la llegada de mi
hijo, rodeada de amor y cuidados. Porque soy consciente de que vivo en un privilegio que muchas mujeres nunca han conocido.
Intento volver a dormir, pero no dejo de pensar en aquellas mujeres. Porque al final, más allá de nuestras historias, todas compartimos la misma esencia. Sin importar dónde estemos, amamos, sufrimos, y soñamos por nuestros hijos con la misma intensidad. Si algo he aprendido, es que en la cárcel o fuera de ella, lo que nos sostiene es nuestra tribu de mujeres que nos rodea: las que nos acompañan, nos escuchan, nos sostienen cuando sentimos que no podemos más.
Por eso, mientras sigamos siendo y fortaleciendo esa tribu, mientras no dejemos de apoyarnos y luchar unas por otras, mientras que no dejemos que el privilegio nos nuble la empatía, aún quedará algo de luz en medio de tanta oscuridad. Hasta entonces, debemos seguir visibilizando estas realidades y luchando por un país en el que ninguna mujer deba enfrentar la maternidad en condiciones tan inhumanas. Y quizás algún día dejemos de contar estas historias, porque habremos logrado que nunca más vuelvan a ocurrir.