Adriana Smith, enfermera, de 31 años, fue declarada con muerte cerebral en febrero de 2025 en Georgia, Estados Unidos. Estaba embarazada de apenas nueve semanas. Aunque clínicamente fallecida, el hospital decidió mantenerla conectada a soporte vital durante más de cuatro meses, hasta que su hijo pudiera nacer por cesárea. La razón no fue médica ni compasiva: fue legal. El hospital temía violar la ley antiaborto de Georgia, conocida como LIFE Act, que reconoce personalidad legal al feto desde el momento en que se detecta actividad cardiaca.

En otras palabras: el cuerpo sin vida de una mujer fue instrumentalizado por mandato estatal, tratado no como el cuerpo de una persona, sino como una incubadora. Y esto ocurrió con total respaldo legal. Este caso debe preocuparnos profundamente, porque más allá de las posturas ideológicas frente al aborto, lo que está en juego es el principio más básico del Estado de derecho: la autonomía sobre el propio cuerpo. Incluso en la muerte.

La LIFE Act prohíbe el aborto después de la sexta semana de gestación y otorga personalidad legal al embrión. Bajo esa lógica, al momento de la muerte cerebral de Adriana, el “paciente” pasó a ser exclusivamente el feto. A pesar de que la familia expresó con claridad que ella no hubiera querido permanecer conectada en ese estado, el hospital optó por mantenerla con vida artificial, temiendo consecuencias legales. El fiscal general del estado aclaró más tarde que la ley no obligaba a mantener a una persona muerta conectada a soporte vital. Pero ya era tarde. Durante más de 120 días, el cuerpo de Adriana fue retenido, no por una decisión médica, sino por una interpretación temerosa —y profundamente inhumana— de una ley antiaborto que reduce a las mujeres a vehículos de reproducción.

La muerte cerebral está reconocida legalmente como muerte. No hay conciencia, ni posibilidad de recuperación. No hay paciente. Sin embargo, la vida “en potencia” del feto fue suficiente para anular la voluntad de Adriana y la de su familia. Es difícil imaginar una violación más radical de la dignidad humana.

Este caso nos obliga a mirar de frente las implicaciones extremas —y profundamente violentas— de las legislaciones que criminalizan el aborto y otorgan “personalidad legal” al feto desde las primeras semanas de gestación. En nombre de “la vida”, se obligó a una mujer muerta a permanecer artificialmente conectada a máquinas que mantuvieran sus órganos funcionando, sin posibilidad de expresar su voluntad, sin autonomía, sin voz. Porque ya no estaba viva. Y aun así, su cuerpo fue tratado como un contenedor, una incubadora forzada por el Estado.

Este caso no es aislado. En 2014, Marlise Muñoz, en Texas, fue igualmente mantenida con soporte vital en contra de la voluntad de su esposo y de su familia. En ambos casos, las decisiones no fueron tomadas por médicos o familiares, sino por legisladores que, desde el escritorio, diseñan leyes que ignoran la realidad médica y la ética más elemental.

Quienes defienden estas leyes afirman que su objetivo es proteger la vida. Pero la vida que protegen es selectiva. La paradoja es inquietante: en nombre de la vida, se priva a las mujeres de sus derechos más fundamentales, incluso después de morir. Porque en contextos como este, lo que se protege no es la vida, sino el control. Control sobre cuándo, cómo y en qué condiciones una mujer puede gestar, parir o incluso morir con dignidad.

El caso de Adriana Smith revela con crudeza cómo el derecho, cuando es capturado por agendas ideológicas extremas, puede convertirse en un mecanismo de violencia institucional. No solo se negó su voluntad: se anuló por completo su humanidad. Su cuerpo fue secuestrado por el aparato legal, convertido en objeto, y usado como incubadora sin consentimiento.

Como mujer, me resulta aterrador que tengamos que seguir recordando lo evidente: el cuerpo de una mujer no es propiedad del Estado. Ni viva, ni muerta. El cuerpo de Adriana Smith no era una incubadora. Era el cuerpo de una mujer, madre, hija, enfermera. Con historia, con sueños, con dignidad. Las leyes que otorgan personalidad legal al feto desde etapas tempranas, sin considerar la voluntad de la gestante, abren la puerta a violaciones sistemáticas de derechos humanos. No solo niegan el derecho al aborto: niegan el derecho a morir en paz, a decidir sobre la propia vida, y a ser reconocidas como sujetas plenas de derechos.

El hijo de Adriana Smith —un bebé varón llamado Chance— nació extremadamente prematuro y con diversas complicaciones, el pasado 13 de junio mediante cesárea de emergencia, tras casi cuatro meses de que su madre estuviera en muerte cerebral. Fue hasta entonces que el cuerpo de Adriana fue retirado del soporte vital.

Si el Estado puede mantener con soporte vital el cuerpo de una mujer muerta en nombre de la vida, entonces estamos frente a un sistema legal que ha dejado de servir a las personas para convertirse en una maquinaria ideológica. Urge repensar las leyes que, en nombre de la protección, terminan violentando. Urge defender la autonomía con la misma vehemencia con la que se defiende la vida. Porque sin autonomía, no hay libertad. Y sin libertad, ni siquiera la muerte nos pertenece.

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