La libertad de expresión es un derecho humano esencial, columna vertebral de toda sociedad democrática. No se limita a permitir que cada individuo manifieste su pensamiento, sino que garantiza a la sociedad el acceso libre a ideas e información, sentando las bases para una opinión pública crítica, la transparencia gubernamental y el combate a la corrupción. Así lo ha reconocido reiteradamente la CoIDH, que la considera un requisito indispensable para la existencia misma de la democracia.
En México, este derecho goza de una sólida protección constitucional y convencional. El artículo 6º de la Constitución y el 13 de la CADH prohíben la censura previa y permiten únicamente restricciones ulteriores, que deben satisfacer el llamado “test tripartito”: estar previstas en ley, perseguir una finalidad legítima y ser necesarias y proporcionales en una sociedad democrática.
Este marco adquiere especial relevancia frente a fenómenos sociales como el reclutamiento forzoso de jóvenes por parte del crimen organizado. En diversas regiones del país, la DO no solo ejerce control territorial, sino que ha desarrollado una base social que lo normaliza y, en algunos casos, lo legitima. El poder criminal, sustentado en la violencia y el miedo, se vuelve aspiracional para jóvenes excluidos, seducidos por la promesa de dinero rápido, reconocimiento y pertenencia.
En este contexto, los narcocorridos —subgénero musical que glorifica la figura del narcotraficante— se convierten en una forma de expresión cultural profundamente controversial. Aunque parte de una larga tradición del corrido mexicano, muchos narcocorridos contemporáneos exaltan abiertamente el delito, la ostentación, la impunidad y el uso de la violencia como forma de ascenso social. ¿Constituyen estas expresiones una legítima manifestación artística protegida por la libertad de expresión, o cruzan el umbral hacia la apología del delito, figura sancionada por el artículo 208 del Código Penal Federal?
La respuesta no es sencilla. El derecho penal exige para castigar la apología que exista una incitación pública, directa y eficaz a cometer delitos, y que esta genere un peligro real e inminente. No basta con la narración o incluso la alabanza abstracta del crimen. Debe probarse que el mensaje busca mover a la acción delictiva, y que hay un riesgo tangible de que ello ocurra. De lo contrario, se corre el riesgo de criminalizar opiniones o expresiones artísticas, lo cual socava el núcleo duro de la libertad de expresión.
Sin embargo, tampoco puede ignorarse el impacto cultural y simbólico de los narcocorridos. En comunidades donde el crimen organizado ha sustituido al Estado como proveedor de servicios y sentido, estas expresiones pueden reforzar estructuras de poder ilegítimo.
Frente a este desafío, es urgente una respuesta multidimensional. En el plano jurídico, la Suprema Corte debe emitir criterios claros sobre el alcance del delito de apología y su relación con la expresión artística. En lo cultural, se debe fomentar una narrativa alternativa: apoyar expresiones que retraten otras formas de identidad, resistencia y dignidad en los territorios golpeados por el crimen. Y en el terreno de la política pública, es imperativo atender las causas estructurales que hacen atractiva la vida criminal: pobreza, exclusión, falta de oportunidades y ausencia del Estado.