El crimen organizado en México se ha convertido en un actor profundamente arraigado en las estructuras sociales, políticas y económicas del país. Estas organizaciones operan con estrategias sofisticadas, consolidando una base social que legitima su presencia mediante el control de recursos públicos y sectores estratégicos, desafiando al Estado y erosionando tanto la democracia como el desarrollo sostenible. Aunque la Estrategia Nacional de Seguridad impulsada por la presidenta Sheinbaum aborda aspectos clave, la magnitud del problema requiere medidas adicionales para desmantelar las estructuras financieras y operativas del crimen organizado y fortalecer las instituciones locales.

La base social del crimen organizado se sustenta en el apoyo que logran obtener de la población, arraigado en la pobreza, la desigualdad y la ausencia del Estado. En muchas regiones, especialmente las más marginadas, los cárteles ocupan los vacíos dejados por el gobierno, proporcionando seguridad, empleo y servicios básicos, lo cual les permite ganar legitimidad e influencia dentro de las comunidades.

La desigualdad económica fomenta esta base social. En regiones con pocas oportunidades laborales, las actividades ilícitas de los cárteles, como la producción y transporte de drogas o la extorsión, representan una fuente de ingresos viable. Los cárteles no solo pagan mejor que el mercado formal, sino que aseguran un flujo constante de recursos a las comunidades. La falta de servicios básicos genera un entorno donde los cárteles actúan como proveedores alternativos, ofreciendo apoyo económico y financiando actividades comunitarias. Esta situación refuerza la percepción de que los cárteles, aunque ilegales, son más efectivos que el propio gobierno, lo que complica la intervención estatal.

El miedo y la coerción también son esenciales para mantener su base social. Cuando los grupos criminales se establecen en un territorio, utilizan la extorsión para financiar su nómina operativa y su sistema de corrupción. Mediante amenazas y violencia, los cárteles eliminan la resistencia y aseguran la colaboración de las comunidades. La violencia extrema se convierte en una herramienta para consolidar su control y eliminar cualquier oposición.

El crimen organizado también ha encontrado en los recursos públicos una fuente clave para financiar sus actividades. Desvían fondos mediante la infiltración y cooptación de administraciones locales. En las elecciones de 2024, los cárteles financiaron campañas de candidatos favorables y coaccionaron a quienes se resistieron. Al menos

28 candidatos fueron asesinados y muchos otros presionados para colaborar, con lo cual los cárteles pretenden apropiarse de recursos públicos.

La lucha contra el crimen organizado requiere un enfoque integral que no solo ataque las estructuras financieras que sostienen a estas organizaciones, sino que también aborde las causas profundas de la desigualdad. Fortalecer las instituciones locales y garantizar que el Estado recupere su papel como proveedor de bienestar es fundamental para debilitar la base social del crimen organizado. Solo mediante un esfuerzo coordinado, que combine el desarrollo social con la desarticulación de las redes criminales, se podrá reducir el poder de los cárteles y avanzar hacia un futuro más seguro y equitativo para todos los mexicanos.

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