La Global Initiative Against Transnational Organized Crime (GI-TOC) difundió el Índice Global de Crimen Organizado 2025, que mide criminalidad y capacidad de respuesta de los Estados. Para México el mensaje es claro: el Índice de Resiliencia permanece en 4.50, justo cuando entra en vigor la reforma judicial y asumen funciones los nuevos jueces electos por voto popular. Sobre sus hombros recae la responsabilidad histórica de revertir las tendencias delictivas y probar que esa legitimidad puede traducirse en eficacia frente a las organizaciones criminales.

Comprender el alcance de ese 4.50 es crucial. La Resiliencia no mide fuerza punitiva, sino la capacidad integral del Estado y de actores no estatales para prevenir, contener y desarticular economías criminales, mediante doce pilares que van de la transparencia a la fortaleza judicial. El diagnóstico es severo: mientras la criminalidad se ubica en 7.68 —tercer lugar mundial, detrás de Myanmar y Colombia— y México se consolida como el mercado criminal más robusto con 8.27 puntos, la respuesta institucional no ha cerrado la brecha de impunidad que los grupos delictivos explotan con lógica empresarial.

Las implicaciones trascienden lo interno. El Índice alimenta una expectación cautelosa y un escepticismo creciente sobre la capacidad técnico-operativa de los nuevos operadores de justicia para enfrentar a la delincuencia organizada (DO). Socios estratégicos, en especial Estados Unidos, observan si los perfiles electos cuentan con la especialización necesaria para conducir procesos penales complejos. De no ser así, la narrativa de una justicia insuficiente podría usarse para presionar mayores márgenes de injerencia en territorio mexicano, bajo la bandera de combatir el tráfico de fentanilo y gestionar flujos migratorios irregulares controlados por cárteles con infraestructura logística transnacional.

En este contexto, el desempeño del Poder Judicial se vuelve centro del escrutinio. Los informes de la GI-TOC otorgan al sistema judicial y penitenciario una calificación crítica de 3.00. Concluido el proceso electoral, el debate ya no es sobre el origen del mandato, sino sobre resultados: ¿podrá este nuevo cuerpo de juzgadores operar con solvencia técnica para desmantelar redes criminales sofisticadas sin quedar atrapado en el entorno de corrupción sistémica?

De ahí que las acciones prioritarias sean claras. Con los jueces ya electos, la agenda central debe ser su fortalecimiento institucional: protección efectiva, capacitación continua en DO y técnicas de litigación compleja, así como mecanismos de transparencia y rendición de cuentas que blinden su independencia. Paralelamente, el enjuiciamiento debe apoyarse en inteligencia financiera robusta, dotando a los juzgadores de herramientas probatorias para golpear las estructuras patrimoniales del lavado de activos.

Pero la Resiliencia no puede construirse sólo desde los tribunales. Requiere un Estado comprometido con las víctimas, con sistemas eficaces de protección, reparación del daño y reconstrucción comunitaria. Mientras México intenta cerrar la brecha entre su altísima criminalidad y su limitada capacidad institucional, la vigencia de su soberanía dependerá de que las nuevas estructuras de justicia acrediten, con sentencias sólidas y procesos transparentes, que están a la altura del desafío global que plantea el crimen organizado.

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