En 2021, Alexis Nowicki publicó un ensayo titulado “Cat Person and Me”, en el cual denunció que su vida, espacios y detalles íntimos fueron transformados en ficción sin su consentimiento en el famoso cuento Cat Person de Kristen Roupenian. Lo que comenzó como una reflexión sobre las dinámicas de las citas modernas, desató un debate crucial sobre la ética en la literatura: ¿dónde termina la inspiración y comienza la explotación de las experiencias ajenas?

Hoy, en 2025, enfrento una situación similar con Overol, el nuevo libro de Julián Herbert publicado por Penguin Random House. En este libro, Herbert menciona una supuesta “polémica literaria” entre otra escritora y yo. Contexto: En 2024, mientras ambas atravesábamos duelos personales —ella por la inminente muerte de su padre y yo por la reciente pérdida de una amiga cercana—, una confrontación entre ambas derivó en un escándalo en redes sociales. Este episodio, lejos de ser un debate literario, fue un espectáculo de dolor que otras personas aprovecharon para perpetuar odios y filias. Sin embargo, Herbert decidió usarlo como ejemplo en un libro que habla sobre la crítica literaria en México, un gesto que considero oportunista y deshumanizante.

Un episodio de vulnerabilidad emocional que no debió ser reducido a un argumento literario: lo que ocurrió entre ella y yo no fue un debate intelectual, tampoco “angustia de legitimidades” y mucho menos un momento cumbre en la crítica literaria en México. Fue un momento de crisis que nunca debió salir del debate de la salud mental de las escritoras, y mucho menos ser reciclado como pretexto narrativo. Alexis Nowicki habla claro sobre estas situaciones en su ensayo sobre Cat Person: transformar la vida de alguien en arte sin su consentimiento es un acto de violencia simbólica. Sin embargo, Herbert va un paso más allá. Mientras Roupenian al menos disfraza la apropiación en un relato ficticio, él se apoya directamente en el morbo, despojando a nuestra experiencia de cualquier contexto o respeto. Sin nuestro consentimiento, sin entrevistarnos para saber cómo lo vivimos o nuestra opinión sobre “la angustia de legalidades” y mucho menos con rigor argumentativo. Se la pasan chingue y chingue que el nivel de la critica literaria en México está por la verga, pero son incapaces de escribir un texto de critica literaria con ética y con rigor argumentativo.

Escribir es un acto político que exige ética. No basta con construir textos entretenidos o reflexivos, se requiere responsabilidad hacia las personas que, directa o indirectamente, son parte de nuestras narrativas.

R.F. Kuang, en su libro Amarilla, critica cómo el capital simbólico y la búsqueda de reconocimiento literario a menudo se construyen sobre la explotación de las experiencias ajenas, esto por sí “la angustia de legitimidad” provocada por las prácticas explotadoras, extractivistas y depredadoras de la industria editorial. Herbert ilustra perfectamente este problema. En lugar de cuestionar las dinámicas de la industria editorial que perpetúan la “angustia de legitimidad”, la envidia, los celos, la competencia entre autores y silencian las críticas, utiliza nuestro dolor emocional como ejemplo para reforzar su narrativa. Esto no solo es impreciso, sino también profundamente insensible. Y mear fuera del hoyo.

En otra parte de su texto, Julián insinúa que ni ella ni yo tenemos capacidad argumentativa al reducir nuestra voz a ruido generado por el engagement. Pero lo negligente no está en nosotras. Lo negligente es utilizar un brote psicótico como recurso narrativo y venderlo como crítica. Lo negligente es perpetuar un sistema que explota el morbo y la vulnerabilidad para sostener argumentos vacíos. Lo negligente es no acercarse a las autoras de las que vas a escribir un ensayo para entender su construcción ontológica de angustia de legitimidad, si es que la tienen.

El texto no solo presenta fallas éticas evidentes, sino que, a nivel técnico, filosófico y argumentativo, es un desastre. Tiene un chingo de inconsistencias y falacias que evidencian una pereza intelectual alarmante. En cuanto a las falacias argumentativas, el texto recurre constantemente a la generalización apresurada, como cuando asume que las dinámicas de las redes sociales representan la totalidad de la crítica literaria en México. Además, emplea una falacia de falsa dicotomía al oponer el “engagement” mediático a la crítica intelectual, como si fueran mutuamente excluyentes, ignorando que pueden coexistir de manera productiva. Su retórica está plagada de afirmaciones dogmáticas que carecen de evidencia concreta, especialmente cuando intenta describir tendencias literarias actuales mediante ejemplos que selecciona arbitrariamente y que no representan la diversidad del campo literario.

Plantea que la crítica literaria en México ha perdido legitimidad por la visceralidad en redes sociales, pero no desarrolla ni justifica esta afirmación, dejando la idea flotando sin argumentos ni ejemplos. Luego salta, sin ningún hilo conductor, a opinar que los autores están más interesados en la fama que en saber argumentar o escribir bien, algo que no solo es una generalización burda, sino que además no tiene relación directa con su punto inicial sobre la crítica literaria. Son dos ideas distintas que requieren un desarrollo separado y fundamentado, pero aquí se presentan como si fueran lo mismo. Hablar de mis supuestos “sentimientos de legitimidad” basándose únicamente en tuits, sin profundizar, es un acto de absoluta falta de rigor.

El tono irónico y despectivo que emplea Herbert para referirse a sus colegas -nos pendejea, anula nuestra voz y asume nuestras posturas- no solo socava su propia autoridad como crítico, sino que lo aleja del rigor que debería caracterizar un ensayo de este tipo. Critica a las autoras por defender sus libros desde una supuesta “angustia de legitimidad”, pero él hace lo mismo apelando a la emoción con su “yo infantil” como argumento central, una clásica falacia de chantaje emocional. Además, descalifica a los académicos por “usufructuar experiencias traumáticas”, mientras él mismo utiliza un episodio derivado de la mala salud mental de alguien para justificar su subjetividad y defender su obra.

El texto de Julián Herbert en Overol es un ejemplo de cómo la confusión conceptual y la pereza intelectual pueden disfrazarse de crítica literaria. Confunde categorías estéticas con dinámicas del mercado cuando reduce términos como “angustia de legitimidades” a una caricatura vacía; mezcla el deseo de reconocimiento literario con el engagement en redes sociales como si fueran manifestaciones equivalentes, ignorando sus diferencias estructurales y culturales. Argumenta que el “canon” está ahora determinado por métricas comerciales, pero no ofrece análisis histórico ni material que lo respalde, limitándose a clichés sobre “redes sociales” y “mercado editorial”.

Es un error de pensamiento equiparar las formas actuales de legitimación, como el engagement, con formas tradicionales como la crítica literaria, ya que no poseen el mismo peso ni operan bajo los mismos principios de validación cultural. Además, confundir las dinámicas sistemáticas de una industria editorial poderosa con las prácticas individuales de los autores es reduccionista. Las primeras responden a estructuras de mercado y poder, mientras que las segundas son decisiones personales que no tienen la capacidad de moldear el campo literario en su totalidad. Estas diferencias no pueden tratarse como si fueran equivalentes.

Herbert introduce el concepto de “angustia de las legitimidades” para describir las dinámicas de validación en la literatura mexicana, pero lo aplica de manera errónea y superficial. En su análisis, omite cualquier intento de comprender qué da valor real a un texto. Para mí, la legitimidad no reside en las cifras de ventas, aunque venda un chingo. La legitimidad está en los actos de lectura, en los espacios de reflexión que generan los libros, en las discusiones que provocan y en las transformaciones que inspiran.

Herbert, al hablar de mi trayectoria en su libro Overol, no se tomó el mínimo rigor de investigar o dialogar conmigo. Si realmente quería construir un análisis sobre la crítica literaria en México, podría haber utilizado ejemplos relevantes, pero prefirió explotar un episodio personal y reducir mi trabajo a un prejuicio. Esto no es un análisis literario, es pereza intelectual, vanidad o pendejismo.

Herbert puede hablar con soltura de “angustia de legitimidades” porque él mismo carece de ella: está respaldado por la editorial más importante y poderosa a nivel planetario, además de ser una vaca consagrada en el ámbito literario. Su estatus le permite escribir un libro donde ni siquiera se dio a la tarea de investigar el panorama literario actual. Su falta de atención al presente literario es evidente en la omisión de autoras como Laura Baeza, Aura García-Junco, Lola Ancira, Olivia Teroba o Ivette Luna, quienes actualmente están generando los actos lectores más significativos en México. Esta ausencia evidencia el privilegio de no experimentar angustia de legitimidad cuando ya estás legitimado por una editorial transnacional y un lugar asegurado en el canon. Desde esa posición, puede permitirse presentar un libro mediocre, sin mayor rigor ni esfuerzo, protegido por su estatus y los recursos editoriales que lo avalan.

La editorial que publica Overol también tiene responsabilidad. La ausencia de lectores de sensibilidad en el proceso editorial no es un error menor, sino una falla estructural. Publicar textos que explotan el dolor ajeno es tan problemático como escribirlos. Este caso evidencia una industria que prioriza la controversia sobre el rigor ético, lo que debilita la legitimidad de la literatura y la crítica.

El verdadero problema no es solo Herbert, sino un sistema editorial que fomenta estas prácticas. En todo el proceso de edición y publicación de Overol, nadie en Penguin Random House cuestionó la inclusión de este episodio. Esto evidencia una falla estructural donde lo escandaloso y superficial prevalece sobre lo ético. En serio no hubo nadie que le dijera: “carnal, esto fue sobre todo una crisis de salud mental de dos escritoras, no es ético usarlo”. Me pregunto también dónde estaba el editor que no le dijo que además de ser una mención deshumanizante, era irrelevante para el debate sobre la crítica literaria. Esto es un síntoma de una industria que, en lugar de fomentar debates profundos, se centra en el engagement y el ruido mediático.

Si algo nos enseñan casos como Cat Person o Amarilla, es que la literatura no está exenta de responsabilidad. La crítica literaria no desaparecerá por falta de ideas, sino porque seguimos perpetuando dinámicas que privilegian lo morboso sobre lo ético. Si queremos reconstruir la crítica en México debemos eliminar estas prácticas.

Julián podrá hablar de “angustias de legitimidades” todo lo que quiera, pero su análisis no abandona nada a la crítica literaria. Reducir el dolor humano a un espectáculo no es crítica, es negligencia. Y la negligencia nunca ha sido literaria.

La verdadera legitimidad de la literatura está en su capacidad de generar diálogo, reflexión y transformación. Si seguimos permitiendo que el morbo y la explotación dominen nuestras narrativas, perderemos lo más valioso de la literatura: su humanidad.

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