Hablar de estadística en medio de una guerra podría parecer una cuestión insensible. Y, si me permiten decirlo, esa es precisamente su principal función. La estadística es un arma que, a diferencia de una bomba, permite incidir en el conflicto de manera más sutil. Un ejemplo claro es lo que ocurre en Medio Oriente, donde los titulares informan: más de 55 mil muertos, 130 mil heridos, y más de 616 mil personas desplazadas, sin que ello altere, en lo más mínimo, la cotidianidad de quienes leen esas cifras a miles de kilómetros de distancia.

No debería sorprendernos que la estadística sea una aliada del Estado. De hecho, una de sus primeras acepciones fue la de “ciencia del Estado”, concebida para llevar registros gubernamentales y planificar, incluso, en conflictos bélicos. No es casual que haya sido durante la Segunda Guerra Mundial cuando la estadística comenzó a consolidarse como disciplina científica. Pero su uso no se ha limitado a estrategias militares; también ha operado como un mecanismo de control discursivo y como instrumento para deshumanizar la guerra.

El papel de la estadística ha sido ampliamente discutido por quienes, sin ser estadísticos, han observado críticamente sus límites. Uno de los principales exponentes de esta mirada fue Michael Foucault, quien abordó el papel de la estadística en la gestión de las poblaciones mediante la normalización y la regulación. Las políticas de control –o descontrol– de la fecundidad, por ejemplo, muestran cómo los datos estadísticos pueden utilizarse para intervenir en la reproducción social.

En conflictos bélicos, la función de la estadística se vuelve aún más compleja, ya no se vincula solo con la reproducción de la vida, sino también con la administración de la muerte. En este sentido, la estadística se vuelve necropolítica —siguiendo a Achille Mbembe—, es decir, se convierte en un artefacto de control de las poblaciones a través de las muertes. Es ella quien define qué muertes merecen ser contadas y cuáles no. Y al contarlas, clasificarlas y agruparlas, no solo las deshumaniza, también las regula y las normaliza.

Desde esta perspectiva resulta pertinente abordar el conflicto en Medio Oriente. Aunque no existen “cifras exactas” sobre las muertes en Gaza, se estima que, desde el inicio del conflicto hasta junio de 2025, han muerto 55,637 palestinos y cerca de 1,200 israelíes. Las cifras se presentan, además, en un supuesto orden de importancia: 22,265 hombres, 8,304 mujeres, 15,613 infancias, y 3,839 personas adultas mayores. Todo ello sin cuestionar las definiciones, más o menos arbitrarias, de lo que se considera un grupo u otro.

Quien cuenta las muertes también cuenta la historia. Por ejemplo, mientras la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) estima más de 55 mil víctimas hasta junio de 2025, una publicación de la revista The Lancet calcula más de 64 mil solo en los primeros ocho meses del conflicto (octubre 2023 a junio 2024). Otras fuentes han llegado a estimar hasta 186 mil muertes. El debate sobre qué medición es más precisa o confiable llena las páginas de las revistas especializadas. La diferencia entre unas estimaciones y otras podría resultar estadísticamente significativa, pero carece de significancia para la opinión pública.

Al final, solo queda una pregunta urgente: ¿es posible construir estadísticas sobre la guerra sin deshumanizar a quienes están siendo contados, clasificados y agrupados? Porque no debemos olvidar que esos números representan personas —víctimas de un conflicto en el que no eligieron participar. Lo que necesitamos no son datos más refinados, sino estadísticas que cuenten historias, que den rostro a las víctimas y que sirvan para visibilizar las atrocidades, no para normalizarlas.

La pregunta, entonces, no es si debemos seguir contando, sino cómo hacerlo sin borrar, en el proceso, la memoria y la dignidad de quienes han sufrido la guerra.

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