Por Iván Carrillo
Hay algo profundamente humano en sentarse a conversar. En tiempos donde la hiperconectividad digital nos impone la inmediatez y la superficialidad, ese gesto —el de hablar cara a cara, sin pantallas ni filtros— se convierte casi en un acto de resistencia. El martes 7 de octubre, en la Sala Cajamar de Valladolid, España, fui testigo de una conversación que encarnó esa idea: un diálogo lúcido, apasionado y profundamente humano entre Miguel Delibes de Castro y Odile Rodríguez de la Fuente, herederos de dos linajes forjados a partir de su relación con la naturaleza y el lenguaje. Lo que compartieron no fue un simple intercambio de ideas, sino un recordatorio poderoso de que el progreso no se mide en cifras ni en tecnología, sino en nuestra capacidad de vivir en armonía con el planeta.
Solo después de escucharlos fue evidente que lo que ocurrió esa tarde no era un homenaje al pasado, sino una conversación urgente sobre el presente. Delibes de Castro, biólogo, hijo del escritor y anfitrión del acto, recordó que su padre planteó hace más de medio siglo una pregunta esencial: ¿Qué entendemos por progreso? En su discurso de ingreso a la Real Academia Española en 1975, Miguel Delibes fue tajante: “Solo se puede llamar progreso a lo que defiende la naturaleza; destruirla es regresar, nunca progresar”. Medio siglo después, esa sentencia suena menos a advertencia literaria que a profecía ecológica. “No podemos seguir destruyendo el ambiente”, resumió Delibes de Castro durante la conversación. “Si lo hacemos, nos va —si no nos está yendo ya— peor a todos”.
Esa visión se plasmó también en La tierra herida, un libro publicado hace dos décadas en el que padre e hijo dialogaron sobre los problemas ambientales y el mundo que heredarán las próximas generaciones. Fue, en muchos sentidos, un puente entre literatura y ciencia, entre pasado y futuro, y en Valladolid esa conversación encontró un nuevo eco.
La invitada central, Odile Rodríguez de la Fuente, bióloga, escritora y divulgadora, trajo consigo la otra mitad de esta historia: la de su padre, Félix Rodríguez de la Fuente, el naturalista más influyente del siglo XX en España. La conexión entre ambas familias va más allá de lo simbólico. Delibes dedicó a Félix su célebre novela Los santos inocentes, y Miguel Delibes de Castro trabajó con él durante tres años en Madrid. Félix, por su parte, estudió Medicina en la Universidad de Valladolid entre 1946 y 1953, y algunos atribuyen parte de su extraordinaria oratoria a esa etapa formativa en la ciudad, según se dijo durante la charla.
La conversación derivó pronto hacia el terreno de la comunicación ambiental, en el que Félix fue pionero. Odile fue clara: en un mundo dominado por mensajes efímeros y narcisistas, el canal importa poco si no hay autenticidad. “La esencia de una buena comunicación es hablar desde el corazón”, dijo. Su padre, recordó, creía profundamente en cada palabra que pronunciaba, y esa convicción era lo que lo hacía tan persuasivo. Escucharla me hizo pensar que estos foros presenciales —sin pantallas, sin algoritmos— son en sí mismos un antídoto contra el vacío digital.
La conversación también abordó el origen del problema: nosotros mismos. La crisis planetaria, coincidieron ambos ponentes, nace de una humanidad que se cree separada de la naturaleza, con derecho a explotarla. Y si la raíz es humana, la solución también debe serlo: un cambio de comportamiento colectivo impulsado por la conciencia. En ese camino, la educación juega un papel crucial. Odile habló de cultivar la “gran sabiduría interior” de los niños —el sentido original de educere de acompañar—, un objetivo que compartían tanto su padre como Delibes. Lamentó, sin embargo, la hiperespecialización y el abandono de la filosofía, disciplinas fundamentales para entender la complejidad de la vida.
Incluso frente al pesimismo generalizado y al auge de tendencias aislacionistas, Odile se mostró optimista. Recordó que, desde la biología evolutiva, las crisis son procesos necesarios: tocar fondo puede ser el primer paso para construir un nuevo sustrato social basado en la sensibilidad, la cooperación y el respeto al planeta. En otras palabras, la caída puede ser también el inicio de un renacimiento.