Por Octavio Aburto-Oropeza

Todo comienza con imágenes que parecen de otro mundo. Vastísimas extensiones de tierra calcinada, columnas de humo visibles desde el espacio y comunidades enteras devastadas. Los incendios de Palisades y Eaton, en Los Ángeles, han marcado historia como dos de los cinco más destructivos en California. Miles de estructuras fueron consumidas por el fuego, pero lo más impactante no es su magnitud inmediata, sino lo que representan: un patrón que hemos visto repetirse una y otra vez, amplificado por el cambio climático.

Este año, como en otros, las llamas encontraron un terreno perfecto. Maleza acumulada, un invierno seco y los feroces vientos Santa Ana, que soplan a más de 120 kilómetros por hora, crearon las condiciones ideales. Al menor descuido, una chispa se transforma en un infierno. Algunos incendios pueden deberse a imprudencias humanas, como los fuegos artificiales de Año Nuevo, pero el verdadero motor de estas tragedias está más allá de lo que ocurre en tierra firme: está en el océano.

Pocos entienden lo profundamente conectados que están el clima y los mares. Todo comienza con fenómenos como El Niño y La Niña, que alteran las temperaturas oceánicas y, con ellas, los patrones climáticos de todo el planeta. Durante El Niño, las corrientes cálidas generan lluvias intensas, mientras que La Niña trae consigo sequías y vientos fuertes. Estas fluctuaciones, cíclicas y predecibles, son responsables de lo que vemos hoy: tras un par de años de inviernos húmedos que hicieron crecer maleza en abundancia, llegó un periodo seco que dejó esa vegetación lista para arder.

Vista aérea de los incendios de Los Ángeles 2025. (Foto: Especial)
Vista aérea de los incendios de Los Ángeles 2025. (Foto: Especial)

Sin embargo, la historia no termina aquí. En el corazón de este ciclo hay un intercambio constante entre el océano y el desierto. En años de La Niña, cuando el mar enfría, ocurre algo extraordinario: las aguas se vuelven más productivas. Las microalgas proliferan, alimentando a peces como las sardinas y las anchovetas, que a su vez sustentan tiburones, delfines y aves marinas. Estas aves, al regresar a tierra para anidar, llevan consigo nutrientes que fertilizan los suelos desérticos. Es un sistema perfecto, un subsidio natural entre ecosistemas.

Por el contrario, en años de El Niño, cuando el océano se convierte en un desierto, las lluvias inundan el continente. Los arroyos se llenan, los oasis se recargan, y los nutrientes viajan desde las montañas hasta los manglares, alimentando a otras especies. Es un delicado equilibrio en el que el océano y la tierra se compensan mutuamente, alternando periodos de abundancia y sequía.

A pesar de que la naturaleza ha lidiado con estos ciclos durante siglos, nosotros, como sociedad, seguimos quedándonos atrás. La destrucción causada por los incendios no es solo culpa del cambio climático; es también un síntoma de nuestra incapacidad para adaptarnos. Tenemos la ciencia, la tecnología y el conocimiento para prever estas crisis, pero no hemos aprendido a actuar en consecuencia.

Cuando el mar enfría, las algas proliferan y sirven de alimento a peces. (Foto: Octavio Aburto)
Cuando el mar enfría, las algas proliferan y sirven de alimento a peces. (Foto: Octavio Aburto)

Durante años, los expertos han advertido que los incendios serán cada vez más destructivos, no necesariamente porque se queme más terreno, sino porque estamos construyendo más infraestructuras en zonas propensas al fuego. Sin embargo, mientras las aseguradoras ya se están retirando de áreas de alto riesgo, los gobiernos y las empresas siguen ignorando las señales. Políticas de prevención básicas, como la limpieza de cañones y la regulación de fuegos artificiales, son notablemente insuficientes.

Lo más frustrante es que contamos con herramientas extraordinarias para anticiparnos. Estaciones meteorológicas monitorean el clima en tiempo real, mapas de riesgo identifican las áreas más vulnerables, y la ciencia nos ha explicado al detalle cómo interactúan los ciclos climáticos y los ecosistemas. Entonces, ¿por qué seguimos tropezando con la misma piedra?

La respuesta, quizás, está en nuestra resistencia al cambio. Adaptarse implica esfuerzo y, sobre todo, inversión. Pero ignorar estos problemas no los hará desaparecer. Los incendios forestales no son un fenómeno nuevo; lo que sí es nuevo es la escala de los daños que estamos enfrentando. Si no ajustamos nuestra forma de vivir, si no integramos estas lecciones en nuestras políticas y hábitos diarios, seguiremos enfrentando tragedias evitables.

Al final, la naturaleza siempre encontrará la manera de adaptarse. Los océanos seguirán enfriando y calentando, los desiertos florecerán y se secarán, y las aves marinas continuarán fertilizando la tierra. La pregunta es si nosotros seremos capaces de hacer lo mismo. La ciencia nos ha dado todas las respuestas que necesitamos; ahora depende de nosotros ponerlas en práctica antes de que sea demasiado tarde.

Ecólogo marino y director del consejo científico de Celsius Talks

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