Una promesa firmada por más de 190 países para proteger el 30% del océano antes de 2030 está peligrosamente lejos de cumplirse. A cinco años de la fecha límite, apenas el 8% del océano global cuenta con algún tipo de protección, y menos del 3% está totalmente resguardado. La meta conocida como 30x30 no es solo una cifra simbólica: es una línea de defensa vital frente al colapso ecológico y pesquero que amenaza al planeta. ¿Qué estamos esperando?

Las Áreas Marinas Protegidas (AMPs) son, según la ciencia, una de las herramientas más eficaces para restaurar la vida marina. Pero en la práctica, los avances son lentos, desiguales y, en muchos casos, superficiales. “Sabemos que funcionan, lo que no estamos haciendo es implementarlas con la urgencia requerida”, advirtió recientemente Enric Sala, explorador de National Geographic y asesor científico del documental Ocean de David Attenborough.

¿Por qué, entonces, seguimos sin proteger el océano como se merece? Hay tres grandes barreras: desconocimiento, burocracia y falta de visión económica.

Primero, la ignorancia colectiva. El océano sigue siendo, para muchos, un territorio invisible. Fuera de la vista, fuera de la mente. Pero está en crisis: la sobrepesca, el turismo intensivo, el cambio climático y la contaminación están desmoronando sus ecosistemas. En lugares como el Firth of Clyde, en Escocia, o la Bahía de Gökova, en Turquía, la desaparición de especies comerciales devastó comunidades enteras. Solo cuando se establecieron AMPs estrictas comenzó la recuperación.

Segundo, la trampa burocrática. En muchos países, incluidos México, las comunidades no tienen poder legal para crear o gestionar reservas, porque la toma de decisiones está centralizada. Y aun cuando se establecen zonas protegidas, muchas son parques de papel: existen en el mapa, pero permiten prácticas destructivas como la pesca de arrastre de fondo, o carecen de vigilancia.

En México, por ejemplo, el 25% de la superficie marina está bajo alguna figura de protección, pero solo una fracción tiene restricciones reales. Es decir, protegemos sin proteger.

Tercero, el mito económico. Se piensa que las AMPs son un lujo ambiental, un freno al desarrollo. Pero los datos desmienten esa percepción. En España, una reserva de un kilómetro cuadrado genera 25 veces más ingresos por turismo de buceo que la pesca que antes se practicaba ahí. En Turquía, los ingresos de pescadores artesanales se cuadruplicaron tras la implementación de una reserva bien gestionada. En México, el turismo de buceo genera 725 millones de dólares anuales, más que toda la pesca industrial y artesanal combinada, según el proyecto Atlas Aquatica.

Entonces, ¿por qué no hacemos más? Porque falta liderazgo, pero sobre todo, porque aún no hemos entendido que proteger el océano es proteger nuestras economías, nuestra alimentación y nuestra resiliencia climática.

Proyectos como Revive Our Ocean, con participación de científicos como Octavio Aburto, de Atlas Aquatica, están impulsando un modelo diferente: uno que inspira, capacita y equipa a las comunidades para proteger sus “traspatios marinos”. Con historias de éxito y herramientas concretas, están demostrando que no solo es posible, sino rentable y urgente.

Proteger el mar no es un capricho de ambientalistas. Es una apuesta por la vida. Es tiempo de dejar de ver el océano como un recurso sin límites y empezar a verlo como lo que es: un sistema vital al borde del colapso, cuya recuperación empieza por una decisión política.

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