Por Iván Carrillo. Celsius Media.

La Alta Mar siempre fue un desafío. Encarar lo desconocido, embarcarse en una expedición o lanzarse a una empresa sin certezas ha definido durante siglos la relación de la humanidad con ese espacio inmenso y sin dueño. Hoy, sin embargo, nos enfrentamos quizá a la misión más importante de todas: salvar la vida en esas aguas. No es casual que el acuerdo internacional recién firmado se haya bautizado como Tratado de Alta Mar, un pacto que pretende poner orden y protección en el último gran territorio común del planeta.

El océano siempre nos pareció inabarcable, inmutable, infinito. Pero las últimas décadas han mostrado lo contrario: la Alta Mar —ese vasto territorio marino más allá de las 200 millas náuticas de cualquier costa— se convirtió en tierra de nadie, escenario de explotación sin límites y de una crisis ecológica que combina sobrepesca, contaminación plástica, pérdida de oxígeno y acidificación.

Frente a este deterioro acelerado, tras casi veinte años de negociaciones, el mundo dio un paso histórico: el Tratado de Alta Mar, adoptado en junio de 2023 en el marco de Naciones Unidas. El texto, conocido formalmente como Acuerdo sobre la Conservación y Uso Sostenible de la Biodiversidad Marina más allá de las Jurisdicciones Nacionales (BBNJ, por sus siglas en inglés), busca poner orden allí donde reinaba la ausencia de reglas.

Por primera vez se establece un marco legal global para conservar la biodiversidad en aguas internacionales y garantizar el uso sostenible de sus recursos. El tratado incorpora tres herramientas clave:

  • Áreas Marinas Protegidas en Alta Mar, para blindar ecosistemas vulnerables.
  • Evaluaciones de Impacto Ambiental obligatorias para actividades que puedan dañar la biodiversidad.
  • Un principio de equidad, que asegura la distribución justa de beneficios derivados de recursos genéticos marinos y fomenta la transferencia tecnológica a países en desarrollo.

La meta es ambiciosa: proteger al menos el 30% de los océanos para 2030 (la llamada Meta 30x30). Hoy apenas el 3% cuenta con alguna forma de protección.

Pero la letra sobre el papel no basta. Para que el tratado entre en vigor necesitaba 60 ratificaciones, y ese umbral se acaba de alcanzar este septiembre. Entrará en vigor el 17 de enero de 2026. El desafío ahora es monumental: pasar del compromiso a la implementación.

Los obstáculos no son menores. En lo legal, la coexistencia con otros organismos regionales genera fricciones. En lo técnico, vigilar y controlar extensiones oceánicas gigantescas requiere tecnologías costosas que muchos países no tienen. En lo político, los intereses económicos y geopolíticos pesan más que la conservación, y la cláusula que permite a los Estados objetar ciertas medidas amenaza con vaciar de fuerza las decisiones colectivas.

¿Y México? Nuestro país no es un espectador en este tablero global. Ha firmado el tratado y se alineó con la Meta 30x30, comprometiéndose a proteger el 30% de su territorio marino para 2030. De hecho, ya hemos alcanzado más del 25%, con 37 áreas marinas protegidas que abarcan buena parte de su zona económica exclusiva. El potencial de superar incluso esa meta —hasta 32.8%— lo coloca como referente regional.

El liderazgo mexicano, sin embargo, enfrenta pruebas internas: la vigilancia, el financiamiento y la participación real de comunidades locales y pescadores son eslabones débiles que deben reforzarse para que la protección sea más que un decreto en papel.

Así mismo, el Tratado de Alta Mar representa una victoria diplomática y un respiro para un océano asfixiado. Pero no habrá milagros. Lo que determinará si este acuerdo se convierte en un cambio de rumbo real será la voluntad política sostenida y la cooperación internacional.

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