Miguel Ángel Jaimes Téllez

Secretario del Comité Técnico de Resiliencia de la Infraestructura del CICM

La Ciudad de México ha estado marcada por los desastres naturales, especialmente los terremotos. Los eventos de 1985 y 2017 dejaron una lección dolorosa sobre nuestra fragilidad social y estructural. Años después, muchos edificios dañados aún no han sido rehabilitados. El problema no es solo el envejecimiento de construcciones antiguas edificadas bajo normas obsoletas o sin regulación. También existen edificios afectados por sismos previos, hundimientos del suelo, falta de mantenimiento o modificaciones realizadas sin supervisión técnica. La eliminación de muros estructurales o la adición de cargas no contempladas en los diseños originales incrementan significativamente el riesgo para quienes habitan o trabajan en ellos.

Actualizar los códigos de construcción es una práctica común a nivel mundial y en la Ciudad de México se realiza cada seis años. Pero cada vez que las normas se vuelven más estrictas, una mayor cantidad de edificios queda clasificada como estructuralmente insuficiente. Esto es particularmente grave en construcciones esenciales como hospitales y unidades habitacionales, donde la rehabilitación se posterga debido a los altos costos. En el caso de las escuelas, se han logrado avances significativos en evaluación y reforzamiento estructural, convirtiéndolas en uno de los sectores con mayor progreso en términos de resiliencia sísmica. Existen ya propuestas concretas para identificar qué prototipos requieren intervención y cómo hacerlo de manera eficiente. Sin embargo, aún falta voluntad política y financiamiento suficiente para garantizar que todas las escuelas en zonas de riesgo sean reforzadas a tiempo.

La prevención, según múltiples estudios, es la mejor estrategia. Es más barato y menos traumático intervenir antes de que un desastre ocurra que reconstruir después de la tragedia. Sin embargo, en la práctica, la prevención ha sido relegada. Un ejemplo claro de vulnerabilidad son las vecindades y unidades habitacionales con plantas bajas utilizadas como estacionamientos o locales comerciales. Su rigidez lateral es reducida y su estructura tiende a colapsar en sismos intensos. Lo mismo ocurre con edificios en esquinas, donde las irregularidades de torsión los hacen más vulnerables a movimientos o impactos con construcciones adyacentes. Otro factor de riesgo es la falta de mantenimiento, que en 2017 fue un elemento clave en la vulnerabilidad de muchas edificaciones. No se respeta la elaboración ni aplicación de manuales de operación y mantenimiento, lo que deja a los edificios expuestos a un deterioro progresivo. Además, modificaciones sin supervisión técnica, como abrir ventanas o puertas en muros estructurales, expandir locales comerciales o agregar pisos adicionales sin reforzamiento adecuado, pueden debilitar la estructura original y aumentar el riesgo de colapso. En zonas marginadas, donde predominan construcciones informales, las normas de seguridad prácticamente no existen, dejando a miles de familias en peligro constante. El sismo de 2017 dejó en evidencia problemas en la supervisión y regulación de obras. Edificios relativamente nuevos colapsaron porque no cumplían con los estándares de construcción vigentes, lo que en algunos casos se debió a fallas en la aplicación de normas, pero también a la falta de ética de algunos desarrolladores inmobiliarios que priorizan costos sobre seguridad. No basta con tener reglamentos más estrictos si no hay mecanismos efectivos que aseguren su cumplimiento. En este sentido, es clave que el sector inmobiliario asuma un papel más activo en la construcción de una ciudad más resiliente, implementando mejores prácticas y asegurando edificaciones seguras para todos.

Si rehabilitar edificios es una necesidad tan urgente, ¿por qué no se ha avanzado con mayor rapidez? Uno de los principales problemas es que muchos propietarios no perciben la rehabilitación como una prioridad hasta que el deterioro es evidente o han vivido un sismo que los afecta. A esto se suma la falta de mantenimiento básico y una cultura de prevención limitada. Aunque la corrupción y el mal manejo de recursos son obstáculos, el verdadero reto es generar conciencia sobre la seguridad estructural y fomentar la responsabilidad ciudadana. Los costos también representan un problema crítico. Reforzar una estructura no es barato y muchas familias, especialmente en zonas vulnerables,

priorizan la satisfacción de necesidades básicas como alimentación, salud y transporte sobre la seguridad estructural de sus viviendas. En edificios en régimen de condominio, la situación se complica aún más. Se requiere el consenso de los propietarios para realizar mejoras estructurales, pero es común que algunos se opongan, lo que paraliza los procesos de reforzamiento. En los casos donde los propietarios aceptan la rehabilitación, a menudo trasladan los costos a los inquilinos, provocando incrementos en las rentas.

Actualmente, en la Ciudad de México se asume que, en caso de daños, el gobierno absorberá los costos de rehabilitación, pero este modelo no es sostenible. Esta percepción ha llevado a que muchos propietarios posterguen el mantenimiento y refuerzo de sus edificios, confiando en que el Estado cubrirá los costos tras un desastre. Sin embargo, ningún gobierno puede financiar rehabilitaciones a gran escala, por lo que es fundamental que los propietarios asuman mayor responsabilidad en la seguridad estructural de sus inmuebles. Paralelamente, se requiere una política pública que combine incentivos fiscales, fondos de garantía y estímulos al aseguramiento, evitando que la carga recaiga completamente en las familias o en el erario público. Subsidios, créditos blandos y esquemas de cooperativas comunitarias pueden hacer viable la rehabilitación en sectores de bajos recursos, garantizando acceso a viviendas más seguras sin generar desplazamientos forzados. Las zonas prioritarias para estas intervenciones están claras: hospitales, escuelas, vecindades y unidades habitacionales. No solo por su importancia estructural, sino porque reforzarlas protege a miles de personas y contribuye a la estabilidad social de la ciudad. En este sentido, aunque otras ciudades del mundo han desarrollado modelos exitosos, México necesita estrategias adaptadas a su propia realidad. Copiar modelos extranjeros como los de San Francisco o Los Ángeles no es la solución. Con menos recursos y una mayor desigualdad, el enfoque debe priorizar la equidad y garantizar que quienes más lo necesitan sean los primeros en beneficiarse.

Invertir en prevención no solo ahorra dinero a largo plazo, sino que evita tragedias humanas. Es importante entender que reforzar un edificio no lo convierte en una construcción nueva ni elimina completamente los riesgos. La rehabilitación estructural tiene como objetivo evitar el colapso, aunque un sismo fuerte aún pueda causar daños con costos de reparación significativos. En una ciudad donde los desastres no son cuestión de si ocurrirán sino de cuándo, la resiliencia no debe verse como un lujo o una opción. Es una responsabilidad compartida que nos involucra a todos.

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