En días recientes, una gran mayoría de juristas, analistas, actores políticos y líderes de opinión ha defendido su decisión de no participar en la jornada del próximo domingo, argumentando en favor del abstencionismo como forma válida y legítima de expresión. En buena medida, el debate se ha mantenido en los términos de “votar” o “no votar”: un falso dilema que supone la realización de un auténtico proceso electoral, cuando en realidad asistimos a una burda simulación.

En marzo pasado, en estas mismas páginas () señalé algunas de las principales deficiencias estructurales del proceso electoral, suficientes para descalificarlo como un ejercicio democrático genuino.

Más allá del diagnóstico técnico, es necesario entender que sus defectos no son errores ni casualidades: son consecuencias lógicas de las decisiones de la mayoría oficial con la complicidad de algunas autoridades electorales. Su objetivo nunca fue mejorar la impartición de justicia ni atender insuficiencias estructurales; ni siquiera someter a una auténtica elección popular a las personas juzgadoras, sino apropiarse del último contrapeso republicano al poder político.

El diseño deliberadamente deficiente de este ejercicio revela su verdadera naturaleza. Las complejas y confusas boletas, la eliminación de mecanismos que aseguran certeza, la inequidad geográfica del voto y la opacidad en la selección de candidaturas no son insuficiencias propias de un nuevo sistema, son medios necesarios para los propósitos del oficialismo. Es un proceso calculado para producir resultados predeterminados con la apariencia de una decisión ciudadana.

Quizás el antecedente más similar está en la consulta popular de 2021: un ejercicio que pervirtió el mecanismo de democracia participativa para hacer propaganda partidista en año electoral, cuyos resultados estuvieron muy lejos de ser vinculatorios por la escasa participación (de poco más de 7%). Aquella simulación también se difundió como una supuesta expresión de la voluntad popular, cuando en realidad funcionó como un medio alternativo de publicidad para el partido en el gobierno.

Sondeos recientes () anticipan una baja participación y confirman un desconocimiento ciudadano que facilita la manipulación: 86% de los encuestados sabe que habrá una elección, pero menos de la mitad conoce la fecha exacta. Ocho de cada diez ni siquiera ha escuchado mencionar a los candidatos. Esta ignorancia ofrece el escenario ideal para la operación de una maquinaria de movilización de votantes con consignas preestablecidas. Los “acordeones” difundidos recientemente sugieren que bastará con copiar los números de una papeleta en otra.

El ejercicio del próximo domingo, más que una elección popular, es la pretensión de maquillar de legitimidad democrática el proceso de captura política de los poderes judiciales. Votar implica contribuir a legitimar algo que nació de la ilegitimidad –una reforma constitucional impuesta por una fraudulenta mayoría calificada– que, además, se ha construido ilegal e ilegítimamente mediante una serie de procesos viciados.

Cada sufragio en las urnas será una pincelada en la escenografía que se ha montado para ocultar el trabajo de los operarios tras bambalinas, que se apresuran a instalar un poder judicial subordinado, en el mejor de los casos, al poder en turno; en el peor, a intereses privados, personales, incluso criminales. El desenlace está escrito, sólo falta el aval ciudadano que le imprima el sello de aprobación “democrática”.

La ciudadanía tiene la libertad de decidir si participa o no en la simulación. No obstante, debe hacerlo con plena consciencia de que no se trata de una elección real, sino de la pretendida legitimación de decisiones tomadas previamente.

Quienes acudan a las urnas el próximo domingo no estarán eligiendo jueces, magistrados y ministros, estarán pintando la fachada que el oficialismo necesita para terminar de sujetar la función judicial a sus criterios e intereses. La discusión no debe ser sobre votar o no votar, sino sobre reconocer o negar la esencia antidemocrática de un montaje disfrazado de elección.

Diputada federal

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