El lunes pasado, el Senado de la República decidió postergar la discusión de la iniciativa presidencial de la Ley en materia de Telecomunicaciones y Radiodifusión. Ya sea por la reacción social ante la polémica propuesta o por la ausencia de consensos internos en las filas del oficialismo, la cámara alta decidió iniciar un proceso de “conversatorios” antes de aprobar la nueva legislación.
Es la primera vez, en la actual administración, que una ley de tal magnitud es sometida a un proceso de consulta tras haber sido aprobada –con la acostumbrada imposición mecánica de la mayoría– en las comisiones del Senado. Este aplazamiento ofrece una oportunidad de cambiar, para bien, la dinámica que ha marcado la relación entre el Congreso de la Unión y la sociedad civil en los últimos años.
La iniciativa original pretendía –en pocas palabras– consolidar el control gubernamental sobre el sector de telecomunicaciones tras la desaparición del autónomo IFT. En su lugar, la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones –dependiente del Ejecutivo– asumiría algunas de sus funciones junto con nuevas facultades preocupantes: desde la asignación de concesiones sin mecanismos claros hasta el bloqueo temporal de plataformas digitales.
Esa es, precisamente, una de las atribuciones más peligrosas contenidas en la iniciativa: la posibilidad de bloquear plataformas digitales que incumplan “disposiciones u obligaciones previstas en las respectivas normativas” sin necesidad de una orden judicial. La medida ha sido criticada como un mecanismo de censura inconstitucional. Organizaciones como Artículo 19 y R3D han advertido sobre los peligros que esta disposición representa para la libertad de expresión.
Como se ha hecho en más de una ocasión, la propuesta pretendía reinstaurar el registro de usuarios de telefonía móvil que ha sido considerado inconstitucional por la Suprema Corte en dos ocasiones, por poner en riesgo la protección de datos personales y la privacidad de las personas. La insistencia presidencial en instrumentar mecanismos de vigilancia masiva –en distintos frentes– se ha convertido en un patrón.
Así, este debate se inserta en la discusión más amplia sobre el modelo de país que el oficialismo está construyendo. Más allá de sus aspectos técnicos, la regulación del espacio digital y las telecomunicaciones determinará en gran medida nuestra capacidad para ejercer nuestros derechos y libertades fundamentales.
De ahí que la apertura de la discusión represente una oportunidad histórica para el Congreso. El gobierno y sus mayorías tienen la posibilidad de demostrar que su compromiso con el diálogo democrático es genuino y no una simulación más. Los conversatorios anunciados podrían convertirse en un ejercicio real, en el que las voces de especialistas, organizaciones, académicos y empresas del sector sean verdaderamente escuchadas e incorporadas en la propuesta definitiva.
Sin embargo, los antecedentes recientes invitan al escepticismo. Los escasos ejercicios de parlamento abierto realizados en los últimos años no han sido más que simples formalidades sin ningún impacto real en el contenido de las normas aprobadas. Quizá la reforma a los poderes judiciales es el más vergonzoso ejemplo de ducha simulación reiterada.
No obstante, la contundencia de la respuesta social frente a esta iniciativa podría marcar un punto de inflexión necesario en la actual dinámica legislativa. Las próximas semanas serán decisivas para evaluar si estamos ante un giro hacia una mayor apertura democrática o si se trata simplemente de una pausa táctica para diluir el impacto de la nueva legislación en la opinión pública.
El precedente que se establezca podría definir de antemano los términos de los próximos debates legislativos. Si el diálogo plural se traduce en cambios sustantivos, podríamos estar ante el inicio de una nueva etapa. Si, por el contrario, se reduce a un ejercicio cosmético más, se confirmará la consolidación del autoritarismo legislativo. Ojalá que no sea el caso.
Diputada federal