El pasado 5 de febrero conmemoramos el 107 aniversario de la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. En ese contexto, frente a la tentación autoritaria que pretende instrumentalizar la Norma Suprema como una simple herramienta de propaganda electoral, vale la pena reflexionar sobre su verdadero significado, su sentido y sus alcances.
Nuestra Constitución es el texto fundacional del México contemporáneo. Pero, al mismo tiempo, es un texto vivo en el que se han plasmado –durante más de 100 años– los consensos nacionales que unen a la sociedad mexicana en derechos, obligaciones, principios y valores compartidos.
No es casual que para modificarla se requiera la aprobación por mayoría calificada en ambas cámaras del Congreso de la Unión, además de la ratificación por la mayoría de los congresos locales. Es un proceso complejo diseñado para salvaguardar la integridad de los grandes acuerdos nacionales. Así se garantiza que sus reformas tengan el respaldo de una amplia mayoría representativa del Pacto Federal.
Existen ejemplos notables de reformas constitucionales en prácticamente todos los grandes temas y todos los momentos históricos del último siglo: el reconocimiento, la protección y la ampliación sistemática del régimen de derechos y libertades de las personas; el establecimiento de mecanismos para ejercer, exigir y defender esos derechos cuando son violentados; la creación y evolución de las reglas e instituciones que garantizan elecciones democráticas, libres, competidas y justas; la protección de los derechos humanos como paradigma de toda acción del poder público; la modernización de los sectores estratégicos de la economía nacional; la actualización del sistema de impartición de justicia; el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural de nuestro país; las normas que garantizan una integración paritaria de los órganos del Estado en todos los órdenes.
Cada una de esas decisiones políticas trascendentales de nuestra historia fue producto de un consenso nacional que se estableció en la Ley Fundamental después de largos procesos de deliberación. Todos los hitos de la arquitectura constitucional comparten ese mismo espíritu: el diagnóstico compartido de una necesidad de alcance nacional; la discusión plural de las posibles formas de atenderla; la construcción de un acuerdo para darle cauce a través de las normas; y el estricto seguimiento del proceso formal para validar ese acuerdo político a través del órgano revisor de la Constitución –la actuación sucesiva de las Cámaras del Congreso Federal y de los Congresos locales–.
Sin embargo, nuestra Constitución no es sólo un conjunto de reglas que establecen instituciones, distribuyen competencias o crean mecanismos; sus disposiciones son la primera línea de defensa de nuestros derechos más esenciales, especialmente cuando alguna autoridad atenta contra ellos. Su importancia para la vida institucional de nuestro país, para nuestra convivencia social y para nuestra vida como nacionales mexicanos, es vital. Y por eso debemos tomarnos muy en serio a la Constitución y lo que pueda pasar con ella.
Nuestra Ley Fundamental enfrenta un momento crítico. El autoritarismo que desprecia el Estado de derecho como un obstáculo para imponer su voluntad pretende que la Constitución sea un instrumento más a su disposición. El nuevo capricho del oficialismo es introducirla al proceso electoral para intentar desviar la atención del rotundo fracaso del actual gobierno en áreas tan básicas como la seguridad ciudadana o la salud de los mexicanos. No lo vamos a permitir.
Desde una nueva trinchera, seguiré defendiendo la Constitución, el Estado de derecho y la integridad de las instituciones en las que se sustenta nuestro régimen democrático. Es mi deber como senadora de la República, es mi convicción como oposición; pero, ante todo, es mi responsabilidad como ciudadana.
Senadora de la República