"Nunca dejan pasar la oportunidad, de dejar pasar la oportunidad". Esta frase, contundente y verdadera, atribuida con frecuencia al político israelí Abba Eban, parece escrita especialmente para México y su persistente paradoja de la política de seguridad pública. En nuestro país, cada crisis de seguridad ofrece una puerta hacia reformas profundas, hacia un replanteamiento necesario. Y, sin embargo, sistemáticamente y automáticamente, nos hemos vuelto maestros de la triste tarea de desperdiciar estas oportunidades.
La ironía es muy aguda: México enfrenta desafíos de seguridad monumentales—miles de homicidios, desapariciones, una extorsión rampante, y de violencia cotidiana ni se diga—, mientras observamos cómo los gobiernos sucesivos reinciden en la estrategia de negar la realidad o maquillarla superficialmente. La política de seguridad pública en México se ha regido por sexenios por la misma lógica de quien repara una filtración pintando la pared; una aparente solución que luce bien a corto plazo, pero que rápidamente exhibe su inutilidad ante las primeras lluvias.
Sexenios hemos visto repetirse un ciclo angustioso: una crisis violenta detona indignación pública, ésta exige cambios reales, y el gobierno en turno, atrapado en el cortoplacismo político, reacciona con palabras y acciones superficiales. En el fondo, la estructura de incentivos permanece intacta, y la oportunidad de transformarla se diluye entre frases vacías, ocurrencias y gestos simbólicos.
Y no es que uno esté en contra de los políticos a cargo del sector. Todo lo contrario. Sucede que yo he estado más veces de acuerdo con ellos, que ellos consigo mismos. Lo que pasa es que cambian de objetivo, como cambian de camioneta. Miren aquellos que criticaron vehementemente la militarización sólo para convertir a las Fuerzas Armadas en el eje principal de su propia estrategia de seguridad. Lo que inicialmente parecía una alternativa terminó por ser otra variación del mismo error.
La raíz del problema radica en la obsesión con las respuestas inmediatas, en el desprecio sistémico hacia la evidencia, y en la aversión a proyectos institucionales que rebasen los ciclos electorales. "Nunca dejan pasar la oportunidad, de dejar pasar la oportunidad" resuena como mantra en cada nuevo caso emblemático de violencia múltiple. Cada tragedia masiva anuncia que ahora sí llegó el momento del cambio, y cada oportunidad se pierde en la maraña de cuentos.
Escribo toda esta perorata porque en estos días estoy viendo atisbos de una creación de instituciones. Mi preocupación: la que pongo en el título de esta nota, que dejen pasar la oportunidad. La seguridad pública requiere una institucionalidad fuerte, autónoma y profesionalizada. Esos tres adjetivos son centrales. Requiere además reconocer que la violencia organizada en México no se resuelve ni con fuerza bruta ni con sermones, sino con inteligencia y mucha cooperación ciudadana. Se trata, sobre todo, de aceptar que reducir la violencia exige pensar a largo plazo, no sólo de tener reacciones espasmódicas. Este sexenio parece que van a rehacer una institución en el ámbito federal. Bueno. Vamos a ver en qué termina. Porque si algo enseña México en este asunto es el cortoplacismo metódico. Y si ya están en esto de hacer instituciones, ojalá no dejaran pasar la oportunidad de institucionalizar la participación de la sociedad civil hasta un punto en que se vuelva irreversible.
No nos podemos permitir más ironías en una realidad que cuesta vidas. La mayor ironía sería que, pudiendo mejorar las cosas, se siga eligiendo quedarse en la pasividad cómoda del autoengaño y la muerte de inocentes, otro sexenio más.
Académico, CentroGeo.