En México, casi el 40 % de las personas encarceladas no tiene sentencia. La prisión preventiva se ha vuelto una condena anticipada y, muchas veces, el sello de un sistema de impartición de justicia que prefiere fabricar culpables antes que investigar. El caso de Israel Vallarta es apenas el último ejemplo.
Durante casi 20 años, Vallarta permaneció en prisión preventiva acusado de liderar una banda de secuestradores: “Los Zodiaco”. Fue presentado ante las cámaras en diciembre de 2005 en un operativo televisado que la propia Secretaría de Seguridad Federal organizó para exhibir eficacia.
Aquella transmisión en vivo se convirtió en el símbolo de lo que luego se demostraría: un montaje, denuncias de tortura, violaciones procesales y una historia construida para reforzar la narrativa de un Estado que presumía control. Vallarta acaba de ser absuelto por falta de pruebas. La FGR de Alejandro Gertz no logró probar su caso.
No voy a entrar en la discusión sobre si era inocente o culpable. Ese no es el quid de esta columna. Lo que sí puedo sostener es que nuestro sistema de impartición de justicia es tan opaco que es difícil distinguir entre la verdad y la mentira. La prisión preventiva se ha vuelto una condena anticipada. La fabricación de pruebas, una herramienta recurrente. Y la justicia mediática, una fórmula para consolidar poder político.
Este caso no es un hecho aislado. Es apenas un reflejo de un aparato que privilegia el espectáculo por encima de la verdad y el debido proceso. Un aparato que, como ya hemos visto, puede ser capaz de fabricar culpables con tal de enviar un mensaje a la sociedad: “estamos haciendo nuestro trabajo”.
Si alguien cree que exagero, basta mirar hacia el caso Wallace. Aquella historia, que conmocionó al país hace 20 años, es hoy uno de los ejemplos más dolorosos de cómo se pueden armar expedientes para satisfacer la presión pública.
En 2005, Isabel Miranda de Wallace denunció el secuestro y asesinato de su hijo, Hugo Alberto. A partir de ahí, ocho personas fueron detenidas y acusadas de formar parte de “La banda de Chalma”. Todas denunciaron tortura y abusos. Y la prueba clave del caso —una supuesta gota de sangre de la víctima hallada en un departamento— hoy está más que descartada.
El periodista Ricardo Raphael documenta a detalle esta historia en su libro Fabricación. La palabra no es casual: describe la manera en que se construyeron culpables, se sembraron pruebas y se tejió una narrativa perfecta para los medios. Una narrativa que, como en el caso Vallarta, sirvió para legitimar a las autoridades de entonces.
En Fabricación, Raphael muestra cómo la justicia mexicana puede ser manipulada por intereses políticos y personales, y cómo los expedientes se pueden ajustar para producir el resultado esperado.
Y lo peor de todo esto es que no es la primera vez que lo vemos. En abril de 2021 cité en esta misma columna el caso de “Los Kempes” en Tlaxcala, un grupo de seis hombres detenidos en 2002 sin orden de aprehensión ni flagrancia, acusados de pertenecer a una banda de secuestradores. Se trató de un montaje para despresurizar la opinión pública estatal. Dos décadas después, tres de ellos seguían encarcelados esperando la reposición de su proceso. Uno había muerto en prisión.
Cada vez que se descubre una fabricación o montaje, los verdaderos criminales quedan impunes. La sociedad deja de confiar en las instituciones, y sin confianza, no hay Estado de derecho que se sostenga. Las consecuencias no son abstractas.
La justicia en México sigue siendo una caja negra en donde se pueden fabricar historias que se venden como verdad, y la reciente reforma judicial no va a impedirlo. La prisión preventiva es el engranaje perfecto de un sistema que premia el montaje y la apariencia. Y mientras no haya consecuencias para quienes fabrican culpables y ordenan torturas, seguirán ocurriendo farsas como las ya descritas.
POSTDATA – La gobernadora de Veracruz presentó al supuesto médico legista que habría realizado la autopsia de la maestra Irma Hernández para reforzar su dicho de que había muerto por un infarto. Pero resultó que este era un médico general —no legista— y que él no practicó la autopsia. Sin palabras.