En México, la violencia contra las mujeres no solo se normaliza: se institucionaliza, se justifica, se invisibiliza y se archiva con una frialdad espeluznante.

No importa cuántas denuncias haya, ni cuántos expedientes se acumulen, ni cuántas hijas, hermanas, esposas o madres griten por justicia: si el agresor tiene poder, si representa votos, si aporta a la causa, si tiene una camiseta del color correcto, el sistema, desde siempre, lo protege.

La semana pasada, el Congreso votó en su mayoría en contra del desafuero de Cuauhtémoc Blanco, exgobernador de Morelos, hoy diputado federal, acusado formalmente de tentativa de violación. La decisión fue celebrada, irónicamente, blindándolo entre aplausos, porras y gritos de apoyo de diputadas del oficialismo.

La mayoría legislativa se negó a retirarle el fuero y permitir que enfrentara el proceso como cualquier ciudadano. Votaron por protegerlo.

Argumentaron falta de pruebas, persecución política, vendetta personal. Pero nadie habló de la mujer que denunció. Nadie pidió escuchar su voz. Nadie propuso ponerla en el centro del debate. La redujeron a un estorbo. La víctima nunca existió para el aparato político.

Lo más grave no fue solo la votación, sino lo que esta representa: la confirmación de que en México los intereses políticos están por encima de los derechos de las víctimas. Que la impunidad no es un error del sistema, sino uno de sus pilares. Que cuando un acusado forma parte del proyecto político dominante -tanto ayer como ahora- se le exculpa antes de ser juzgado.

Y eso no ocurre solo desde el poder. Ocurre también con la complicidad del silencio. De quienes prefieren callar, de quienes justifican, de quienes relativizan. Aún más doloroso es ver a mujeres en puestos clave, con discursos feministas en sus redes, defender con entusiasmo al señalado. Como si la sororidad tuviera fecha de caducidad o estuviera condicionada al partido al que pertenezca el presunto agresor.

¿Dónde quedaron los discursos institucionales que prometen cero tolerancia a la violencia de género? ¿Dónde demonios está la CNDH que se supone garante de estos?

Lo que vimos fue una reprobable escena perfectamente orquestada. Un político acusado de un delito grave, rodeado por sus aliados(as), protegido por su fuero, exonerado en lo político sin que se le permita ser juzgado en lo legal.

Un mensaje claro para todas las mujeres que piensen denunciar abusos: no se metan con los intocables. Porque aquí no gana quien podría tener la razón, sino quien tiene la mayoría.

No es la primera vez que ocurre. México está lleno de expedientes sin resolver, de denuncias que nunca llegan a juicio, de carpetas que se congelan cuando el acusado es poderoso.

El caso de “el Cuau” no es una excepción: es un síntoma más de una cultura que ha tolerado la violencia contra las mujeres como un mal menor, como algo negociable, como algo que se puede barrer debajo de la alfombra si conviene a los intereses del momento.

Y lo más indignante es que esa decisión fue tomada por legisladores(as) que se llenan la boca hablando de justicia social. Pero que cuando tienen la oportunidad real de hacer algo por una víctima concreta, eligen la protección del sistema y de sus propios intereses.

Y por favor, no me tomen a mal. No se trata de condenar a nadie sin un juicio. Se trata de permitir que la justicia actúe. De no ponerle un escudo legal a quien debería rendir cuentas. De no convertir el fuero en un salvoconducto para la impunidad. Se trata simplemente de tener tantita decencia.

Hoy, frente a este nuevo episodio de cinismo político, les pregunto a quienes votaron en contra del desafuero: ¿Y si la denunciante hubiera sido su hija, hermana o esposa?

Pero no lo fue… por eso no les importó.

POSTDATA – Ayer iniciaron oficialmente las campañas para elegir jueces, magistrados y ministras del poder judicial. Alrededor de 900 cargos son los que están en juego. Seguramente veremos en los próximos 60 días los mismos vicios que hemos observado en el pasado, pero ahora en el terreno judicial.

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