La escena parece extraída de una serie de ficción: un capo del narcotráfico, detenido y en proceso judicial en otro país, ofrece colaborar con la justicia extranjera. A cambio, una de sus condiciones fue trasladar a 17 de sus familiares —sin sobresaltos, sin esposas ni mandatos judiciales— a territorio estadounidense.

No fueron detenidos por autoridades mexicanas porque, oficialmente, “no tienen cuentas pendientes con la justicia”. Así se consumó la reciente entrega de 17 familiares de Ovidio Guzmán López, alias “El Ratón”, al FBI en San Ysidro, California. Una mudanza pactada, ordenada, limpia, y en mi opinión personal, absolutamente escandalosa.

¿Qué sabe Ovidio Guzmán que le permitió no solo negociar una muy probable reducción de su sentencia, sino garantizar el blindaje logístico y político para su círculo familiar más cercano? ¿Qué tan valiosa es la información que tiene en sus manos para que el Departamento de Justicia de Estados Unidos reciba a su familia con alfombra roja?

Las respuestas incomodan, no porque no las sepamos, sino porque preferimos no mirar de frente lo que revelan: que el sistema de justicia mexicano es ya un actor irrelevante en la disputa de poder entre facciones del crimen organizado; que muchas de nuestras instituciones no solo han perdido el monopolio de la fuerza, sino también el del juicio.

La estrategia es clara. Premiar la colaboración de un bloque criminal a cambio de información útil para intereses de cualquier otra clase. A Ovidio se le ofrece una negociación, a “Los Mayos” se les acusa de terrorismo. El mensaje no puede ser más claro: si te portas bien con nosotros, puedes negociar; si no, te desmantelaremos.

El gobierno de Trump (al igual que los de sus antecesores) entiende que los pactos con el narco no pasan por la moral, sino por la utilidad.

En este contexto, sorprende que la presidenta Claudia Sheinbaum exija explicaciones y que abiertamente diga en su conferencia mañanera que no sabía nada al respecto. México, una vez más, optó por mirar hacia otro lado.

El problema no es solo la asimetría jurídica entre ambos países. Es la comodidad con la que permitimos que sea otro el que administre nuestra justicia. Durante años, los casos de alto perfil han terminado en cortes estadounidenses: García Luna, El Chapo, Cienfuegos (aunque lo regresamos), Caro Quintero, ahora Ovidio, y falta su hermano Joaquín y su padrino “El Mayo” Zambada.

El mensaje es brutal: el sistema mexicano no tiene ni la capacidad, ni la voluntad, ni el interés de procesar a sus propios monstruos.

Hay otro ángulo igualmente perturbador. Si Estados Unidos pudo facilitar la entrada de 17 personas relacionadas de alguna forma con una organización criminal sin mayor fricción, ¿qué pasaría si quisiera hacer lo mismo, pero en sentido contrario?, ¿podría deportar a testigos incómodos o filtrar información sesgada?, ¿cuánto pesa nuestra “amistad” cuando se trata de intereses estratégicos al norte del río Bravo?

Volvamos a la pregunta inicial: ¿De qué tamaño es la información que Ovidio está ofreciendo? Yo pensaría que lo suficiente como para comprometer estructuras completas de lavado de dinero, rutas de trasiego y —lo más sensible— nombres de cómplices gubernamentales activos y retirados en México e inclusive, América Latina.

La justicia estadounidense no regala nada. Si ofrece impunidad (selectiva), es porque va a recibir algo con un valor mucho mayor.

En resumen: no estamos viendo solo una negociación judicial, sino un reacomodo geopolítico dentro del crimen organizado. Y México, como tristemente se ha vuelto costumbre, está siendo un simple espectador.

POSTDATA – El caso contra Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública, fue construido a base de criminales convictos convertidos en testigos cooperantes. No se necesitaron pruebas o evidencias documentales, solo voces dispuestas a hablar. Ese precedente ya está escrito con tinta indeleble en los tribunales de Estados Unidos. La siguiente acusación de alto perfil en México no dependerá de expedientes, sino de testimonios y conveniencias.

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