Todo empezó con una oferta de trabajo que vi en redes sociales: "Se buscan jóvenes para trabajar en el campo, buen sueldo, comida y estancia incluida", decía el anuncio. Decidí llamar, cosa que entusiasmó a mi mamá. Parecía una buena oportunidad y yo quería ayudar, quería ganar dinero para que mi hermanita tuviera algo mejor que lo que me tocó a mí a su edad. Llamé al número y me contestaron luego, luego. Me citaron al día siguiente en un lugar en las afueras de Guadalajara cercano a la carretera.

Al llegar al punto de reunión vi a otros muchachos. Todos teníamos la misma historia: familias humildes, poco dinero, pocas oportunidades para mejorar, con hambre de algo mejor. Ahí esperamos hasta que llegó por nosotros una camioneta azul marino tipo van sin ventanas.

El copiloto bajó el cristal de su ventana y nos dijo amablemente: "Los vamos a llevar al rancho, súbanse a la parte trasera". La van no tenía asientos traseros, parecía más un vehículo de carga que uno para pasajeros. Nos tuvimos que sentar directamente en el suelo y agarrarnos de lo que pudiéramos para no rodar durante el trayecto que duró cerca de una hora.

No pude ver el sitio al que llegamos, solo escuché el sonido del claxon de la camioneta e inmediatamente después, unas puertas metálicas cerrándose atrás de nosotros.

A partir de ese momento, el engaño se develó para dar paso a la cruda verdad.

“Ya llegaron los nuevos” gritaban. Nos dijeron que ya éramos parte de algo grande y que no había vuelta atrás. Que aquí se venía a obedecer y a “hacerse hombres”. Y que, si no nos gustaba, el panteón tenía muchas fosas desocupadas.

Fue entonces que vi con asombro las armas de guerra por primera vez. Uno de los muchos adultos que controlaban el lugar me dijo: "Tienes que aprender a usarlas solo, porque cuando llegue la hora de la verdad, no va a haber nadie que te enseñe".

Las primeras semanas fueron de auténtico terror. No dormíamos. Nos golpeaban si hablábamos sin permiso. Nos daban de comer muy poco. Nos enseñaban a amarrar gente, a amordazarlos; “Si llora, si suplica, no te distraigas”, nos decían.

Nos obligaban a ver cosas. Cosas que ningún ser humano debería ver... como presenciar peleas a muerte entre nosotros mismos. Aprendimos rápido a no preguntar. A bajar la mirada y a no hacer preguntas cuando alguien no regresaba. A entender que, en ese lugar, nuestra vida se podía esfumar en un cerrar de ojos.

Nunca me llamaron por mi nombre, a mí me decían “chango” y a otros tantos “títere”, “pelos”, “flaco”, “pelón”, etc.

Éramos fichas reemplazables. Decían que a los que habían tratado de escapar en el pasado los colgaron como advertencia para el resto. En más de una ocasión escuché: “para que aprendan”, decían los jefes entre risas. Como si el matar les brindara un placer indescriptible.

Nos estaban entrenando para servir como sicarios, pero no éramos soldados, éramos esclavos. Nos usaban para todo. Desde sacar agua del pozo, a cavar fosas, a llevar cuerpos a los hornos para ser convertidos en cenizas, a enterrar esas cenizas en las fosas.

A veces descargábamos cadáveres de la famosa van color azul marino directo a ser incinerados. ¿Quiénes eran? Solo Dios lo sabrá.

Nos tenían ahí, atrapados, sin salida. Algunas noches, nos hablábamos bajito, entre nosotros, fantaseando que los militares entraban y nos rescataban, pero eso nunca sucedió.

Era bien sabido por todos que escapar era casi imposible. No sabíamos en dónde estábamos, ni que había alrededor de aquella barda perimetral que limitaba la visibilidad hacia el exterior.

El dizque rancho era una cosa de locos para mantenerse vivo. Los lamentos de los que suplicaban por su vida. Los gritos de aquellos a quienes ponían a prueba, obligándolos a matar para demostrar su lealtad. El sonido de las palas cavando en la tierra abriendo lo que serían fosas anónimas y lo peor de todo, la crepitación de los leños y demás cosas que utilizábamos como combustible mientras los cuerpos ardían hasta ser reducidos a cenizas.

Hoy leo que las madres buscadoras encontraron esas fosas, esos improvisados hornos, los huesos triturados y cientos de zapatos y ropa sin dueño. Encontraron el maldito campo de exterminio.

Yo logré salvar mi vida escapando de ese infierno, pero esa historia es harina de otro costal. Solo les diré que cojearé visiblemente el resto de mis días.

Pero nadie que haya pasado por ese rancho estará a salvo nunca. Ni siquiera los malditos que lo dirigían. Ellos ya perdieron todo rastro de humanidad.

Algunos llegaron a aceptar su destino y convertirse en sicarios. Otros ya descasan en un mejor lugar del que les tocó en esta vida. Yo no me resigno y sigo luchando por ser libre en mi interior.

Pero ¿qué significa ser libre después de vivir esto? A veces creo que sigo ahí, en Teuchitlán, repitiendo las mismas rutinas, obedeciendo las mismas órdenes… A veces siento que nunca salí.

Sigo viendo el rojo de la sangre que impregnaba la tierra. Sigo oliendo la carne quemada. Sigo escuchando los aullidos de los que nunca salieron. Y me pregunto si algún día volveré a ser libre.

POSTDATA – Ningún récord en las estadísticas del terror parece ser imbatible en México. Al aumento en el número de desapariciones, que supera las 111,500 personas, se suma el hallazgo de 5,696 fosas clandestinas en 570 municipios del país, casi una por día desde 2007.

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