Escribo estas líneas con el corazón en la mano y algo de horror de ver las escenas y escuchar los testimonios de las víctimas de la naturaleza por las torrenciales lluvias en la región de la Huasteca, que abarca parte de los estados de Veracruz, Hidalgo, Querétaro, Puebla y San Luis Potosí, y la insuficiencia de las instituciones públicas y privadas para proteger a la población de los nocivos efectos de las eventualidades climáticas.
La respuesta del aparato del Estado benefactor fue lo más oportuna posible bajo las condiciones de su operación burocrática y centralizada. Las fuerzas armadas, como siempre en situación de desastres naturales, estuvieron presentes auxiliando en los momentos de mayor peligro y atendiendo con comida, agua y albergues. Las autoridades civiles, que están divididas en tres instancias, actuaron con menos rapidez, pero también estuvieron atentos a la desgracia, salvo excepciones lamentables y declaraciones desafortunadas como la de la gobernadora Nader en Veracruz y sus primeras apreciaciones sobre el desbordamiento del río Cazones.
La tragedia humana se vive frecuentemente en nuestro país por los fenómenos meteorológicos y sísmicos, pero esta se agrava por la falta de gestión pública orientada a la prevención, tanto en los aspectos de infraestructura, condiciones materiales y acciones de protección civil como en los financieros, y afecta con mayor fuerza a la población de menores recursos y la marginada, que vive en la precariedad y habita en viviendas mal construidas y peor ubicadas y sin servicios básicos.
Las lluvias no son necesariamente más intensas en las últimas décadas, ni los fenómenos meteorológicos tan inesperados, que no permitan acciones de prevención como la evacuación oportuna de grupos poblacionales, si existieran mecanismos institucionales para la coordinación entre autoridades y las comunidades. Las redes de comunicación de las instancias de protección civil suelen ser poco efectivas desde hace décadas. Este tipo de acciones tomó relevancia, como respuesta al terremoto de la Ciudad de México de 1985, y se formuló una política pública nacional.
En estas condiciones, las administraciones públicas civiles y militares generalmente reaccionan y acuden a mitigar la tragedia, pero sus efectos son de corto plazo. Los daños quedan y la recuperación de las regiones afectadas son lentas y, en algunos casos, imposibles por diversas causas como: la pobreza, la falta de planeación, la falta o insuficiencia de infraestructura hidráulica, la inexistencia de seguros públicos o privados, que financien parcialmente la reconstrucción derivada de una eventualidad, las carencias organizativas y presupuestales de los gobiernos y, en síntesis, la ausencia de una gestión pública en la que haya corresponsabilidad de entes públicos gubernamentales y no gubernamentales en los ámbitos nacional, estatal y municipal.
La reacción de los gobiernos y las organizaciones de la sociedad civil ante la tragedia es bienvenida y siempre necesaria. El problema es de magnitudes. Ni el corazón más grande y la solidaridad efectiva con los damnificados de una tragedia son suficientes ante la imprevisión o la ausencia constante y permanente de una gestión pública eficiente, transparente, honrada y coordinada entre los gobiernos y los particulares. ¿Por qué hay asentamientos en zonas de riesgo? ¿por qué no se construye el drenaje o las obras de contención de aguas suficientes? ¿por qué no hay suficientes espacios públicos que pudieran habilitarse como refugios? ¿Por qué no hay un ahorro público para financiar acciones para atender desastres?
Esta falta de previsión se reproduce en la gran mayoría de las necesidades colectivas y comunitarias y sucede en las rancherías, barrios, colonias, condominios, pueblos, municipios, zonas conurbadas, estados y federación. El ahorro previsional para la atención de eventualidades o las acciones para prevenir o financiar lo que pudiera suceder si ocurre lo extraordinario son ajenos a nuestro modelo de gestión pública.
Ante la tragedia, la respuesta se espera de las administraciones públicas, cuya acción se limita a mantener la operación de lo existente, muchas veces con grandes carencias presupuestales, a emprender algunas obras de infraestructura cuando estas ya son inaplazables o son parte de lucimiento político de un gobernante y a gastar en lo que reditúa en votos para las próximas elecciones. Las comunidades y los individuos se asumen como víctimas de la inacción gubernamental y, por supuesto, de las consecuencias del desastre nacional y exigen atención inmediata.
La reacción oportuna, los zapatos enlodados, da votos, cuando se logra evitar que las expresiones de enojo se expandan por los medios de comunicación o las redes sociales. Esto es un comportamiento normalizado en los gobiernos desde hace décadas. La construcción de infraestructura o la generación de ahorro con mayores contribuciones o aportes comunitarios o condominales para destinarlos a la previsión no son populares.
La gestión pública eficiente también requiere recursos y corresponsabilidad. Esto último implica que las administraciones públicas reconozcan que no pueden solas y requieren de concertación con los particulares y las comunidades para crear auténticas redes de protección civil basadas en la prevención y la previsión financiera.
Profesor de la Universidad de las Américas Puebla
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