En el momento en que alcanzó los 89 votos necesarios para convertirse en Papa, los 133 cardenales estallaron en un aplauso de pie para Robert Prevost. Cuando terminó la ovación, hubo que seguir contando los votos porque todavía faltaban algunos. Lo que pasa es que en la Capilla Sixtina, muchos de los clérigos van anotando el conteo de votos conforme se van abriendo las papeletas y leyendo los nombres. Al entrar a la sesión de ese jueves por la tarde, ya sabían que Prevost sería el nuevo papa. Todo se había ido decantando hacia él en las dos rondas electorales de la mañana. Era sólo cuestión de tiempo. Y no pasó mucho tiempo.
Ahora sabemos que, si bien eran más cardenales, no necesariamente eso se traducía en más papables. Francisco democratizó y expandió el cónclave, y al hacerlo, bajó las calificaciones tradicionalmente requeridas para llegar hasta ahí. Muchos de los cardenales llegados de sitios recónditos o en los que el catolicismo es testimonial, tienen grandes historias de evangelización incluso bajo persecución, pero no tienen roce con la curia, quizá no hablan italiano, no los conocen en Roma y ellos no conocen a casi nadie (llegaron a presentarse en pleno precónclave). Estos son factores que pesan. Milán y París, dos de las grandes reservas numéricas de católicos, no tienen cardenal. Pero sí lo tiene Mongolia, donde hay 2 mil creyentes.
Ahora sabemos que, por eso, el ala más dura de los cardenales nunca tuvo ninguna oportunidad de empujar un papado que retrocediera en las rutas de apertura impulsadas por el papa Francisco. No tenían los números. Necesitaban ser 45 para convertirse en una suerte de bloque opositor de la supermayoría. Ni cerca. Su mejor estrategia era empujar de entre los papables “liberales” al que les pareciera más aceptable.
Ahora sabemos que, durante los días previos al cónclave, en las congregaciones de cardenales, los electores fueron esculpiendo el perfil del nuevo papa: cercano a la gente y comprometido en lo social, buen administrador y gobernante, robusto académicamente. Benedicto, con una solidez teológica apabullante y un orden administrativo que urgía en la Iglesia, carecía del ingrediente de empatía. Francisco, menos ducho en lo académico, compensaba con un fascinante carisma.
Ahora sabemos que el considerado favorito, el cardenal Pietro Parolín no tiene experiencia de pastor, pues siempre ha trabajado desde la élite burocrática eclesiástica. Ahora sabemos que otro de los más mencionados, el filipino Tagle, sobrado en cercanía con la gente, tropezó con la administración de Cáritas cuando lo jaló Francisco para trabajar en el Vaticano. En cambio, dicen que Prevost tiene palomita en todos los casilleros. Y, además, lo conocían hasta los que no conocían a nadie: en el gabinete de Francisco era el poderoso encargado de evaluar a los candidatos a obispos, así que todos los cardenales tuvieron que pasar por su escritorio para cabildear. Y se ganó fama de tener buena mano izquierda, de no abusar de ese enorme poder. Además, tenía experiencia electoral: había ganado por votación la jefatura mundial de los agustinos (y hasta la reelección).
El nuevo papa ha sabido leer el papel de puente de unidad que le encomendaron sus electores. Ya mandó las primeras señales: en su primera aparición pública portó la muceta papal roja que va sobre los hombros, pero no se puso los zapatos del mismo color (es decir, a la mitad entre Benedicto y Francisco); y ya mandó acondicionar el Palacio Apostólico para volver a vivir ahí, dicen que sin lujos (de nuevo a la mitad). Su primera frase fue por la paz. Su primera bendición de domingo fue contra la guerra. Pero leyendo, para no tropezar con alguna declaración indeseada de la que luego se tenga que desdecir.
SACIAMORBOS
Es política intensa, sí, es ideología, geografía y simpatía, sí, pero se equivoca quien piense que no hay un ingrediente intangible, que escapa al raciocinio.
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