Por Gustavo Ramos Mera, director de comunicación de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

En medio de la crisis migratoria que atraviesa México, especialmente en la frontera sur, los discursos reduccionistas que ven este factor sólo como una estadística, una amenaza o una carga social siguen ganando espacio. Frente a este fenómeno complejo y profundamente humano, urge cambiar el enfoque: más que cifras, estamos hablando de personas. Y más que soluciones inmediatas, se necesita empatía y paciencia.

Independientemente de nuestras creencias personales o religiosas, debemos reconocer que la migración, hoy más que nunca, es una urgencia humanitaria. México, históricamente un país de migrantes, se encuentra en una encrucijada moral y social de gran impacto: brindar refugio y dignidad a miles de personas desplazadas por la violencia, la pobreza o la esperanza de un mejor futuro.

Gustavo Ramos Mera
Gustavo Ramos Mera

Migrar no es un delito y tampoco es una elección sencilla. Es, en la mayoría de los casos, un acto de supervivencia, así que, ¿cómo podríamos responder con indiferencia ante alguien que no pidió vivir esta situación?

A menudo se afirma que ayudar a los migrantes es poco realista o incluso peligroso, pero la compasión no es ingenuidad. Es un acto de valentía. Es mirar al otro con humanidad, aún cuando las circunstancias nos invitan a voltear la vista, incentivándonos a comportarnos de manera compasiva con quien lo necesita.

En todo el país estamos viendo ejemplos de solidaridad, tales como comunidades, asociaciones civiles, organizaciones religiosas y personas voluntarias se han sumado a brindar asistencia, refugio y acompañamiento. En muchos casos, la ayuda va más allá del alimento o un techo temporal, pues se trata también de fomentar la autosuficiencia y dignificar la estadía de quienes migran, aunque sea de forma temporal.

No todos podemos abrir un albergue o donar grandes cantidades de recursos. Pero sí podemos elegir no ser indiferentes. Podemos informarnos, cambiar la conversación, mirar con empatía y educar en el respeto. Podemos, en suma, humanizar una realidad que seguirá presente en nuestra región.

La migración no desaparecerá. Lo que sí puede cambiar es nuestra manera de responder a ella. Que no sea desde el miedo, la apatía o el prejuicio, sino desde la compasión, la responsabilidad compartida y el valor de ver en cada persona migrante un reflejo de nosotros mismos.

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