Por María Emilia Molina

La reforma judicial que impuso la elección popular de jueces, magistrados y ministros abrió una herida profunda en la vida democrática y en la independencia judicial de México. Bajo el discurso de la “democracia directa”, lo que en realidad se hizo fue desmantelar la carrera judicial, borrar décadas de esfuerzo y capacitación, y debilitar la garantía de profesionalismo e imparcialidad que todo poder judicial necesita.

En este escenario, el riesgo no solo proviene de lo que hizo el poder político: también existe la tentación de la sociedad, de las propias comunidades jurídicas y hasta de quienes hemos sido integrantes de la judicatura, de caer en los mismos vicios que criticamos. Me refiero a dos extremos peligrosos: descalificar automáticamente a los nuevos juzgadores solo por haber sido electos, y aplaudir ciegamente a quienes provienen de la carrera judicial sin revisar el fondo de sus resoluciones.

No podemos olvidar que lo que nos destruyó fue precisamente el desprecio por los contrapesos, la sustitución de la razón jurídica por el cálculo político, y la tendencia a juzgar personas en lugar de evaluar argumentos. Si reproducimos esas prácticas desde la trinchera crítica, terminaremos alimentando el mismo círculo que debilitó al Poder Judicial de la Federación.

La justicia no se reduce a etiquetas. Ni “electo” ni “de carrera” son garantías por sí mismas. Si bien es cierto que la elección amplía los riesgos de que no existan perfiles idóneos y que las personas juzgadoras electas no cumplan con las características de excelencia, profesionalismo, imparcialidad e independencia judicial; lo que importa es la calidad de las decisiones, la fuerza de los argumentos, la congruencia con la Constitución y la protección efectiva de los derechos humanos. Eso es lo que debemos exigir.

El nuevo esquema judicial amenaza con multiplicar resoluciones sin fundamento jurídico sólido, carentes de técnica procesal y dictadas sin la preparación que exige un cargo de tanta trascendencia. La decisión de una persona juzgadora de carrera como de una electa, tiene el mismo peso legal, resulta igual de válida. Sin embargo, quien carece de formación judicial o desconoce la complejidad de la argumentación constitucional tiene mayor riesgo de tomar decisiones con efectos devastadores:

• Afectación directa a derechos humanos. Un error en la valoración de pruebas, en la interpretación de un principio constitucional o en la aplicación de un precedente puede significar la pérdida de libertad para una persona inocente, la desprotección de una víctima o la convalidación de un acto de autoridad arbitrario.

• Inseguridad jurídica generalizada. Sentencias contradictorias, mal fundamentadas o improvisadas generan incertidumbre no solo para los litigantes, sino para toda la ciudadanía. Cuando no se sabe cómo se aplicará la ley, la justicia deja de ser un derecho y se convierte en una lotería.

• Debilitamiento de la confianza pública. El prestigio del Poder Judicial se sustenta en la solidez técnica de sus resoluciones. Si estas se vuelven erráticas, parciales o carentes de mérito, se mina la credibilidad de las instituciones y se alimenta la percepción de que los jueces responden a intereses políticos o a improvisación personal.

• Vulnerabilidad frente al poder político. Una persona juzgadora sin carrera judicial y sin el respaldo de una trayectoria independiente queda más expuesta a presiones externas, a la tentación de complacer a quienes la eligieron o al oportunismo de los ciclos políticos.

La justicia no admite improvisación. Un juzgador no se mide por su popularidad, sino por su capacidad para sostener con argumentos y conocimiento técnico cada una de sus decisiones. Lo contrario abre la puerta al desastre: resoluciones que no resisten escrutinio, que no ofrecen certeza y que convierten los tribunales en escenarios de arbitrariedad.

Es verdad: la elección popular es contraria a la lógica jurisdiccional y nos coloca frente a un Poder Judicial vulnerable a la polarización política. Pero incluso en este contexto, la crítica responsable debe concentrarse en el contenido de las resoluciones y no solo en la identidad de quien las dicta. De lo contrario, terminaremos aplaudiendo sin entender siquiera de qué trata una audiencia o una sentencia, o descalificando sin leer una sola línea de argumentación.

La defensa de la carrera judicial nunca debió ser un aplauso automático, sino una apuesta por el método meritocrático, por la independencia y por la formación constante. Y es justamente esa defensa —basada en razones y no en dogmas— la que hoy necesitamos más que nunca. Porque si convertimos el debate en una guerra de etiquetas, habremos perdido la oportunidad de mostrar lo que realmente está en juego: la vigencia del Estado de derecho y el acceso a la justicia de millones de personas.

La crítica a la reforma judicial debe ser firme, pero también inteligente. No basta con denunciar que el nuevo modelo debilitó la independencia; debemos demostrarlo con ejemplos, con análisis de resoluciones, con evidencia de cómo la elección popular genera incentivos perversos. Y al mismo tiempo, debemos mantener la exigencia hacia quienes aún representamos a la carrera judicial: que sigamos defendiendo con argumentos, que honremos con nuestras decisiones lo que la política quiso arrebatarle al país.

En conclusión, el riesgo más grande hoy no es solo la reforma en sí misma, sino que terminemos comportándonos como aquello que destruyó al Poder Judicial: aplaudiendo sin entender, criticando sin razonar y repitiendo los mismos vicios de intolerancia y simplificación. La defensa de la justicia exige más que eso. Exige argumentos, exige lectura crítica y exige recordar que lo que legitima a un juzgador no es únicamente la forma en que llegó al cargo, sino la calidad de su ejercicio jurisdiccional, su comportamiento dentro y fuera del juzgado y, por supuesto, la sentencia que dicta.

Magistrada de Circuito.

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