Por JESÚS ALEJANDRO RUIZ URIBE
Puede sonar exagerado, pero el capitalismo colapsó. Hoy, lo que tenemos es un sistema manejado por entidades financieras que premia la especulación y la acumulación individual de la riqueza por encima del crecimiento económico y la productividad; que genera una enorme desigualdad, pervirtiendo el desarrollo democrático de los pueblos. El capitalismo como lo conocemos sustituyó al feudalismo y permitió mejorar sustancialmente las condiciones de competencia por la vida; la reproducción y redistribución de la riqueza; la permeabilidad social; la masificación de las oportunidades educativas. El colapso de ese capitalismo ha traído un proceso de re-feudalización, de concentración de la riqueza, y la sociedad permeable del capitalismo ha dado paso a una sociedad casi inamovible.
Desde que Aristóteles identificó como riesgo de la democracia que los más pobres le quitaran su riqueza a los más ricos, el filósofo heleno encontró que la solución a esa peligrosa hipótesis era abatir la desigualdad, pero el capitalismo emergente prefirió, de manera pragmática, enfrentar el reto civilizatorio de la democratización y la inherente soberanía popular, acotando a la propia democracia. Con ese espíritu se redactó la Constitución de Estados Unidos; por eso, el Senado, en la redacción original de la Constitución estadounidense, debía ser electo por los ricos; no se abolió la esclavitud ni les dio a las mujeres el derecho a votar; se estableció una elección indirecta del presidente de la República, ponderando riqueza y prosperidad en la distribución de delegados por estado. También las naciones capitalistas de Europa occidental y Latinoamérica elaboraron constituciones con democracias acotadas.
La evolución de ese capitalismo, aunque lentamente, siempre fue en dirección a mejorar las condiciones de igualdad entre los seres humanos, la calidad de la democracia y el empoderamiento del pueblo, como prueba está la abolición universal de la esclavitud y el establecimiento de derechos civiles plenos de los negros; la liberación femenina y el establecimiento de su derecho a votar; la separación de la iglesia del Estado; el reconocimiento pleno de los derechos humanos; el establecimiento del estado de bienestar; la formación de las organizaciones obreras protegidas por la ley.
Ahora bien, las teorías de John Maynard Keynes aplicadas por Franklin D. Roosevelt fue el catalizador más importante de ese proceso democratizador, pues generó una formidable prosperidad económica de la sociedad y como consecuencia una sociedad más libre y autodeterminada, que, convulsionada tomó en los años sesenta las calles para exigir mayores avances democráticos. Los derechos civiles de los negros fueron aprobados, y la liberación femenina se hizo realidad. Los estados capitalistas liderados por Estados Unidos e Inglaterra, acostumbrados a administrar los cambios, optaron, en primera instancia, por la represión que no pudo sostener por mucho tiempo antes de aceptar la nueva realidad, pero hubo un feroz contragolpe cuyos efectos devastadores estamos sufriendo.
El Neoliberalismo se instauró desde los gobiernos más conservadores de las democracias occidentales, utilizando como palanca de empoderamiento la crisis económica provocada por el aumento desmedido del precio del petróleo que generó inflación y desabasto energético. Ofrecieron como causa de la crisis el control gubernamental de la economía. Por eso cuando esa propuesta económica se empoderó mundialmente, desmontaron hasta donde pudieron al Estado de Bienestar; liberaron el comercio y el traslado de la industria hacia los países más pobres para aumentar las ganancias, al tiempo que cerraron las puertas a la migración de las masas; redujeron el gasto público; desregularon la actividad empresarial y privatizaron todo lo que pudieron.
El resultado fue la construcción de economías más grandes con empresarios que jamás habían existido con tal nivel de riqueza, pero la economía de las familias se precarizó, así como la multiplicación de la pobreza y desigualdad y el descontento y frustración popular. Así pues, ¿cómo pudo México en tales circunstancias hacer que, en seis años, incluidos dos de pandemia y apagón económico, 13,4 millones de personas dejaran de ser pobres y se incorporaran a las clases medias?
Muy sencillo, dejando de aplicar la receta neoliberal y en cambio duplicar y triplicar en la frontera el salario mínimo, redistribuir el ingreso nacional concentrándolo en la parte social del gobierno al tiempo en que sin subir impuestos aumentó la recaudación fiscal en un 30%, manteniendo el precio del peso frente al dólar manejando inteligentemente los intereses y manteniendo a raya la inflación mediante el incremento de la inversión en la producción de gasolinas y la autonomía alimentaria, pensar en el bienestar de todos los mexicanos y en el interés nacional.
En el corazón de este renacimiento mexicano late la Cuarta Transformación: un pacto inquebrantable con la dignidad del pueblo, donde la austeridad republicana no es sacrificio, sino una herramienta para erradicar la corrupción y redistribuir la justicia; donde la soberanía nacional se defiende con mano firme contra los intereses foráneos, y el bienestar colectivo se erige como faro, no como limosna. México no solo resiste el colapso del viejo orden; lo trasciende, tejiendo un futuro donde la igualdad no es utopía, sino el pulso mismo de una nación renacida, libre y unida en su esencia transformadora.