Por: María Emilia Molina de la Puente, Magistrada de Circuito
En el futbol americano de la NFL, cada partido es un microcosmos de orden, competencia y reglas. Los jugadores buscan anotar; los árbitros aseguran que el encuentro se desarrolle conforme a normas claras. Los jugadores buscan imponerse, ganar reconocimiento; los árbitros, en cambio, están ahí para asegurar que el juego pueda llevarse a cabo en paz. Nadie cuestiona que ambos roles son indispensables. Y sin embargo, la forma de contratación y valoración de jugadores y árbitros es profundamente distinta.
Los jugadores son contratados por los clubes mediante contratos sujetos a un Collective Bargaining Agreement (CBA), mientras que los árbitros son seleccionados y promovidos por mérito y desempeño técnico, no por popularidad ni intereses comerciales.
Este contraste ofrece una poderosa metáfora para México:
- El campo de juego: nuestro país.
- Los equipos: el gobierno y la población.
- Los árbitros: las personas juzgadoras del Poder Judicial de la Federación (PJF), quienes velan por el respeto de los Derechos Humanos, el cumplimiento de la Constitución y las leyes.
De esta analogía se desprende una verdad simple pero esencial: no se puede elegir a las personas juzgadoras con las mismas reglas que se elige a los jugadores políticos o a representantes populares. Si los árbitros dejan de ser imparciales, el juego se distorsiona; si no hay árbitros, no hay juego.
Los contratos de jugadores están regidos por el CBA, un acuerdo entre la liga y el sindicato de jugadores. Este marco fija:
- Salario base, pagado por partido de temporada regular.
- Bonos (de firma, por permanencia en el roster o por rendimiento).
- Garantías, que protegen ingresos ante liberación o lesiones.
- Franchise tag y waivers, que permiten retener o liberar jugadores bajo reglas competitivas.
- Practice squad, contratos de futuro y libre agencia, que aportan movilidad laboral.
La lógica es mercantil y competitiva: los clubes buscan el mejor talento para ganar; los jugadores negocian para maximizar ingresos y proyección profesional; y el público sabe los nombres de los jugadores, lucen sus camisetas, los ovacionan, los critican.
Los jugadores tienen una relación directa con el público:
- Los aficionados reconocen sus nombres, compran su camiseta.
- Celebraciones, entrevistas, redes sociales, mercadotecnia, todo gira alrededor de ellos. Son aplaudidos, criticados.
Su preparación también es distinta: combina entrenamiento físico, estrategias de juego, manejo mediático y presencia pública.
Los árbitros de la NFL, en cambio, tienen una trayectoria menos visible pero rigurosa, altamente profesionalizada, y con menor vínculo personal con el público. Su desarrollo es mucho más riguroso en términos técnicos y éticos.
Tienen una naturaleza distinta: no “juegan” para un equipo, sino que hacen cumplir las reglas. Su vínculo es con la NFL y el departamento de oficiales, no con los clubes. Su función no es destacar como estrellas del espectáculo, sino garantizar que el espectáculo sea justo.
Preparación y habilidades
- Los oficiales comienzan su carrera en ligas universitarias o de secundaria, acumulan experiencia, y son promovidos a la NFL tras pasar programas de desarrollo.
- Cada uno conoce al detalle su posición, responsabilidades y ubicación en el campo.
- Utilizan señales específicas para comunicar sus decisiones al público (por ejemplo: “touchdown”, “holding”, etc.).
- La evaluación es constante: precisión de llamadas, consistencia, control del partido, toma de decisiones bajo presión.
El camino hacia el Super Bowl es meritocrático:
- Experiencia previa en ligas colegiales o menores.
- Evaluaciones constantes de precisión, control del partido y manejo de conflictos.
- Asignaciones progresivas, que incluyen juegos de temporada regular, playoffs y finalmente el Super Bowl para los mejor calificados.
- Tradicionalmente, se requerían al menos 5 temporadas en la NFL y experiencia en postemporada; aunque en 2025 la liga flexibilizó este requisito, generando debate sobre el valor de la experiencia para preservar la calidad arbitral.
El árbitro ideal para el Super Bowl es aquel que ha demostrado criterio, temple e imparcialidad sostenida.
Su relación con el público es casi invisible: incluso, pocos conocen sus nombres.
Los árbitros destacan porque no destacan: su uniformidad —camiseta rayada blanco-negro, sin nombre visible y con identificación de su posición en la cancha— simboliza su rol de supervisión, sin foco mediático en su identidad individual.
Cuando un jugador hace una gran jugada, se corea su nombre, se le ovaciona. Cuando un árbitro hace una buena labor —permitiendo el fluir del juego, evitando errores graves— casi nunca se le aplaude porque el árbitro bien hecho es aquel que pasa desapercibido. No hay porra del árbitro. El público puede reaccionar a sus decisiones (aplaudir, silbar), pero la figura individual del árbitro no se convierte en icono. Es un “facilitador” del juego, no un contendiente. Y en efecto, los aficionados y medios muchas veces ignoran quién estuvo en el equipo arbitral en el campo de juego, salvo en casos de polémica.
El árbitro aspira a ser casi invisible: su éxito es que el juego fluya sin que nadie note su presencia.
En la NFL, los jugadores tampoco diseñan sus estrategias pensando en favorecer al árbitro o “ganárselo”. No ajustan sus jugadas porque el árbitro sea estricto, permisivo o popular, sino porque saben que la única manera legítima de competir es respetando las reglas, confiando en que habrá un árbitro profesional que las aplicará sin favoritismos. Esa certeza —la de que el árbitro no juega, no apuesta, no obedece a un equipo— permite que el talento se exprese, que el resultado sea creíble y que el público pueda confiar en el marcador. Cuando los jugadores saben que el arbitraje es justo, pueden concentrarse en jugar; cuando no lo es, el partido deja de ser deporte y se convierte en simulación.
El juego requiere dos tipos de protagonistas: quienes compiten y quienes hacen cumplir las reglas.
Si ambos se contratan o valoran de la misma manera –popularidad, mercado o simpatía-, se corre el riesgo de que los árbitros pierdan imparcialidad y se conviertan en parte de un equipo, destruyendo el equilibrio.
Imaginemos el paralelismo con México, el campo de juego es la vida democrática; los equipos son el gobierno y la población, que juegan según las reglas de la Constitución y respetando los derechos humanos de todas y todos; y los árbitros son las juezas y jueces federales, responsables de vigilar que las reglas se cumplan para todos, sin privilegio ni favoritismos.
El Poder Judicial de la Federación —igual que los árbitros de la NFL— no debe ser designado por simpatías políticas o presiones de mayoría. Su legitimidad deriva de mérito, preparación, experiencia y evaluación constante.
Intentar elegir a jueces y magistrados mediante votos populares o criterios partidistas equivale a poner a los árbitros a competir como jugadores: deja de haber garantías de imparcialidad y se erosiona la confianza en las reglas del juego.
Si los jueces se designan de la misma manera que se elige un equipo —por afinidad política, popularidad, simpatías— corremos el riesgo de que dejen de ser árbitros para convertirse en jugadores del sistema. Eso significa que:
- No habrá control efectivo.
- No habrá imparcialidad.
- El “partido” —la vida democrática— será gobernado por el equipo más fuerte, no por quien tiene la razón.
Y al igual que en la NFL, sin árbitros no hay juego. Debilitar al Poder Judicial, cosificarlo o someterlo, equivale a eliminar el rol del árbitro. El resultado es un campo sin reglas donde el más poderoso define el marcador.
El deporte profesional y la democracia coinciden en algo: necesitan árbitros imparciales.
Un partido de futbol americano sin árbitros termina en caos o en violencia; un país sin jueces independientes se vuelve un terreno sin reglas claras, donde gana el más fuerte, no el que tiene razón. Un lugar donde los derechos humanos son solo discurso político.
La NFL demuestra que un espectáculo justo depende de separar los roles de jugadores y árbitros y de exigir a estos últimos altos estándares de mérito y neutralidad. Los jugadores son celebrados, visibles, conectados con el público; los árbitros trabajan en la sombra, silenciosos pero esenciales. Sus nombres no se corean, sus camisetas no se venden, y su mayor reconocimiento es que el juego fluya bien sin que se les note.
La NFL muestra que sin árbitros imparciales no hay competencia legítima. En el Estado de derecho ocurre lo mismo: sin un Poder Judicial independiente y profesional, no hay justicia ni democracia funcional.
Un árbitro no gana aplausos, gana confianza. Su éxito es que el juego exista. Eso mismo ocurre con las juezas y los jueces: su mayor logro no es ser visibles, sino hacer posible la justicia.
México necesita aplicar esta lección al diseño de su sistema judicial: no se puede tener un juego justo si quienes aplican las reglas son elegidos como jugadores; y si no hay árbitros, no hay juego, solo caos.
Jerry Seeman, legendario director de arbitraje de la NFL, solía decir:
“Si uno fuera a escribir un libro de diez capítulos sobre cómo es ser árbitro de la NFL, los primeros nueve serían sobre la preparación. El último capítulo sería sobre el juego.”
Durante décadas, así funcionó también la judicatura federal en México: nueve capítulos de estudio, exámenes de oposición, servicio público profesional, construcción de criterio jurídico y responsabilidad ética; y solo uno —el visible— compuesto por la audiencia, la sentencia o la resolución.
Esa estructura era la que hacía posible que las personas juzgadoras fueran árbitros del sistema, no jugadoras del poder. Esa carrera judicial era la garantía de imparcialidad, de técnica, de servicio y de independencia.
Y sin embargo, fue demolida en meses por la reforma judicial: la trayectoria dejó de importar, los concursos se cancelaron, la experiencia se volvió irrelevante, y el mérito —como sistema de legitimación— fue sustituido por el azar político.
Se borraron los nueve capítulos y se dejó solo el último, como si el acto de juzgar pudiera existir sin todo lo que lo precede.
Ninguna liga profesional improvisa a sus árbitros. Ninguna democracia puede improvisar a sus jueces.
Por eso, no basta con defender lo que queda del Poder Judicial: es urgente reconstruir la carrera judicial. No para proteger a las personas juzgadoras, sino para proteger a la justicia misma; porque cuando se destruye el proceso que forma al juez, no se derriba una profesión: se desmantela la garantía de derechos de toda una sociedad.
Y la enseñanza es tan simple como contundente: sin preparación no hay árbitro; sin árbitro no hay juego.
Lo que está en riesgo no es el futuro de una institución, sino el derecho de un país a seguir jugando en libertad y no bajo la fuerza del que anota primero.

