Por: María Emilia Molina de la Puente

Los “informes” de los primeros 100 días de la nueva Suprema Corte y del Órgano de Administración Judicial (OAJ) han sido presentados con solemnidad, como ejercicios de transparencia trascendente y como un parteaguas en la vida institucional del Poder Judicial Federal. Se les ha llamado “actos de rendición de cuentas”, “muestras de apertura” y “demostraciones de eficiencia”. Pero basta mirar con un mínimo de rigor -jurídico, administrativo, democrático- para constatar que estamos frente a otra cosa: no es transparencia, es propaganda institucional; no es rendición de cuentas, es autoexaltación; no es un informe, es un acto político cuidadosamente diseñado para legitimar el nuevo arreglo de poder que la reforma judicial promovió.

La transparencia, en un Estado constitucional, supone datos verificables, metodología, posibilidad de réplica, evidencia documental y mecanismos de auditoría. Lo que hemos recibido en estos 100 días, en cambio, es un relato: una narrativa que insiste en la idea de una justicia “reconciliada con el pueblo”, un Poder Judicial “renovado (…) con rostro y corazón”, y una estructura administrativa supuestamente austera, eficiente y liberada de “intereses intocables”. La forma en que se duplican y repiten esas frases en ambos informes no es casual: es la retórica típica de un proyecto político que busca instalar un nuevo marco interpretativo para justificar el desmantelamiento de los contrapesos.

La primera señal de alerta es el propio tono. Un Poder Judicial genuinamente independiente no necesita calificativos épicos para explicar sus resultados. Necesita números completos, métodos claros, indicadores comparables y evidencia abierta. Lo que hemos visto, en cambio, es un lenguaje que caricaturiza al pasado como un monolito corrupto y ensalza al presente como una refundación moral. La Corte habla de un Poder Judicial “anquilosado, lento, hasta soberbio” y el OAJ de un aparato plagado de “redes internas” y “privilegios heredados”. Ese contraste narrativo no es accidental: es un mecanismo político para dividir, desacreditar y disciplinar.

Pero incluso si uno quisiera conceder el beneficio de la duda y analizar con seriedad los contenidos, la distancia entre lo que se presume y lo que realmente ha ocurrido es abismal. Mientras los informes hablan de orden, eficiencia y “justicia para el pueblo”, la realidad administrativa que viven quienes integran el Poder Judicial -en retiro y en funciones- está marcada por incertidumbre, recortes ilegales, retrasos sistemáticos y decisiones que lesionan derechos adquiridos. Y esa contradicción revela lo esencial: los discursos de 100 días no pretenden transparentar, pretenden encubrir.

El OAJ, por ejemplo, presume haber “restablecido el equilibrio financiero” al revertir un supuesto déficit de 14 mil millones de pesos. Pero no explica de dónde proviene la cifra, qué metodología se utilizó, si corresponde a pasivo devengado o a proyecciones, qué auditoría la respalda o qué documentos pueden consultarse. Presume ahorros por revisión de contratos, pero no presenta un solo desglose que permita verificar si esos ahorros existen, si fueron sostenibles o si perjudicaron funciones esenciales del servicio judicial. Presume haber “ordenado” el gasto en prestaciones, pero omite el dato fundamental: que ha incumplido obligaciones constitucionales y contractuales, afectando directamente a miles de personas.

Basta revisar algunos hechos para constatarlo. A 100 días de su instalación, el OAJ no ha cumplido correctamente -ni de manera uniforme- con la obligación prevista en el Décimo Transitorio de la Reforma Judicial. Los pagos previstos para quienes fueron obligados al retiro anticipado no sólo no se han realizado en tiempo y forma, sino que en múltiples casos se calcularon mal, se depositaron parcialmente o simplemente no se depositaron. Hubo pagos con montos equivocados, exclusiones sin justificación, errores fiscales derivados incluso de la emisión incorrecta de CFDIs y afectaciones directas a la situación tributaria de quienes recibieron montos distorsionados. Y peor aún: no se ha dado una explicación clara, un cronograma público ni un método verificable para corregir estos errores. Ya en época de “vacaciones institucionales” hay cientos de juzgadoras y juzgadores cesados a quienes ni siquiera una fecha de pago se les ha dado.

Eso no es eficiencia. Eso es desorden con impacto directo en derechos adquiridos.

A ello se suma el retraso sistemático en el pago de pensiones complementarias a personas juzgadoras en retiro y el retraso en prestaciones ordinarias a quienes siguen en funciones. Lo verdaderamente grave no es sólo que los pagos se retrasaran -lo cual ya es en sí mismo una violación a derechos laborales y al principio de estabilidad en el servicio judicial-, sino que el OAJ falseó la información, asegurando que se habían realizado depósitos o que se habían emitido cheques cuando nada de eso había ocurrido. Varias personas juzgadoras sólo recibieron sus pagos días después, y en algunos casos semanas después, sin explicación técnica y con un evidente contraste entre la narrativa oficial y la realidad administrativa.

Ésta no es la conducta de un órgano que rinde cuentas: es la conducta de un órgano que se autoprotege narrativamente y que pretende que la ciudadanía crea más en sus comunicados que en los hechos verificables.

Y hay más. La reforma judicial garantizaba, al menos en el discurso, la protección a la carrera judicial, la irrenunciabilidad de percepciones y el fortalecimiento profesional. Pero en estos 100 días, el OAJ ha reducido sueldos a personas juzgadoras de carrera, en abierta contradicción con el artículo 94 constitucional, con los Principios Básicos de la ONU sobre la Independencia Judicial y con estándares internacionales que prohíben recortes salariales que afecten independencia. La reducción no fue técnica: fue política. Y no fue general: afectó de manera particular a quienes no entran en la lógica de “nuevo régimen” que se intenta consolidar.

Además, mientras se niegan licencias por motivos estrictamente médicos -incluso cuando se solicitan sin goce de sueldo-, el OAJ sí ha otorgado licencias oficiales con goce de sueldo para asistir al propio informe, un evento abiertamente político. El mensaje es claro: la institucionalidad se flexibiliza para lo que conviene al discurso y se endurece para lo que resulta incómodo. No se trata solamente de discrecionalidad: se trata de un patrón de uso faccioso de las facultades administrativas, incompatible con una autoridad que debería ser garante, no operador político.

La contradicción entre discurso y práctica no se limita a las cuestiones administrativas. Mientras se presume una justicia “más cercana al pueblo”, se omite un fenómeno que se ha vuelto evidente para todo el país: la designación de personas juzgadoras sin experiencia suficiente, sin formación sólida o con lealtad explícita al régimen. Las redes sociales están llenas de evidencia: nuevos juezgadoras y juzgadores cuyos discursos reproducen, palabra por palabra, la narrativa del Ejecutivo; titulares de órganos jurisdiccionales que no pueden explicar conceptos básicos de derecho procesal; perfiles con antecedentes nulos en litigio o judicatura y con afinidades políticas transparentes. No se trata de una descalificación personal: se trata de un hecho institucional. La independencia judicial se erosiona no sólo con reformas constitucionales, sino con nombramientos que colocan en puestos clave a personas cuya comprensión del derecho se subordina a su lealtad política.

Cuando un Poder Judicial llena sus filas con perfiles a modo, la imparcialidad deja de ser garantía para convertirse en excepción. Y cuando, además, quienes discrepan -o quienes simplemente no son funcionales al nuevo relato- enfrentan retrasos, incertidumbre, negativa de licencias, reducción salarial o señales claras de presión administrativa, entonces el mensaje es inequívoco: se están instalando mecanismos de alineamiento forzado.

Esas dinámicas de sujeción institucional también se refleja en la forma en que se construyen los informes. La Corte presume incremento de productividad al pasar de 1.8 a más de 16 asuntos resueltos por sesión. Pero no explica cuántos son desechamientos, cuántos sobreseimientos y cuántos resoluciones de fondo; no publica bases de datos abiertas que permitan replicar la cifra; no distingue materias ni complejidad. Las cifras así planteadas no son indicador: son eslogan.

El OAJ presume “orden administrativo”, “eficiencia”, “austeridad”, “acercamiento al pueblo”. Pero mientras tanto:

– incumple pagos; – retrasa pensiones; – calcula mal montos; – falsea información; – reduce salarios en contra de la Constitución; – niega licencias justificadas; – otorga licencias pagadas para actos políticos; – designa perfiles a modo; – presiona a quienes cuestionan o discrepan.

Todo eso, cuidadosamente omitido en el informe, es parte esencial del verdadero balance de estos 100 días.

No estamos frente a un acto de transparencia. Estamos frente a una puesta en escena, cuyo objetivo no es informar, sino instalar un nuevo sentido común: el de un Poder Judicial “transformado” que, en realidad, ha concentrado facultades, debilitado contrapesos internos y adoptado un discurso faccioso que lo acerca peligrosamente al poder político.

La pregunta de fondo es simple: ¿qué pierde una democracia cuando su Poder Judicial habla como un actor político? Pierde equilibrio, pierde legitimidad y pierde confianza. Pero sobre todo, pierde la posibilidad de que la justicia funcione como contrapeso. Un Poder Judicial que se concibe a sí mismo como aliado del régimen -y que lo dice abiertamente- deja de ser garante de derechos. Un Poder Judicial que adopta la lógica del “pueblo contra los privilegios” deja de juzgar y comienza a justificar.

Los informes de 100 días podrían haber sido una oportunidad para transparentar decisiones, reconocer errores, aclarar criterios técnicos, publicar datos y abrir la administración a auditoría externa. En lugar de eso, fueron una estrategia de comunicación política.

La transparencia sin datos es simulación. La rendición de cuentas sin metodología es propaganda. Y la justicia sin independencia es poder sin freno.

Los 100 días no marcaron el inicio de una etapa de fortalecimiento institucional. Marcaron el inicio de un proceso de centralización, disciplinamiento y control, con consecuencias que ya se sienten en la vida interna del Poder Judicial y que pronto se sentirán en la vida democrática del país.

La narrativa puede intentar ocultarlo, pero los hechos son tercos: no se está construyendo un nuevo Poder Judicial; se está desmontando su función constitucional.

Y cuando eso ocurre, lo que se pierde no es una institución. Lo que se pierde es la República.

Magistrada en retiro

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