Nadie ha dicho (creo) que la empatía pertenece al mundo de la ética. Yo lo diré: Empatía y ética tienen múltiples entrecruzamientos. En las (pocas) escuelas de medicina donde la relación médico-paciente es crucial en vez de la relación médico-tecnología-paciente, la empatía y la ética son capítulos fundamentales. Hay libros dedicados al tema de la empatía y sus vínculos con el ejercicio médico donde se discute si existen métodos para enseñar sus significados.
Para los viejos maestros, para los clínicos cuyas enseñanzas se hacían al lado de la cama del enfermo, la empatía era esencial y era una característica del médico “humanista”, del doctor a quien le preocupaba primero la persona y después la patología. De Howard M. Spiro, galeno estadounidense preocupado por fomentar la relación “profunda, humana” entre doctor y paciente, y de Martin Buber, filósofo judío, aprendí el concepto clínico de empatía. La persona cuando enferma espera que, entre él y su médico, el binomio —sigo a Buber— “Yo y tú” se transforme en “Yo soy tú”, o al menos, en “Yo podría ser tú”. Ese juego de palabras lo expresan los enfermos cuando dicen “mi doctor es empático”.
Roscoe Stanyon, antropólogo de la Universidad de Florencia, publicó en 2015 en la revista Evolution and Human Behavior, un estudio sobre los macacos de Togian. “Antes se pensaba”, escribe Stanyon, “que la empatía, el consuelo y el altruismo eran características que sólo se encontraban en los seres humanos. Incluso se propuso que estos rasgos nos diferenciaban del resto de los animales”. Y agrega, “Se creía que estos aspectos nobles del comportamiento humano se debían a una educación moral o religiosa. Nuestro trabajo muestra que estos comportamientos tienen un origen evolutivo más profundo”.
Lo que Stanyon ha comprobado científicamente, se sabe desde el nacionalsocialismo. Erich Mühsam fue un poeta judío víctima del nazismo. En 1933 lo encarcelaron. A guisa de ejercicio, los torturadores metieron en su celda a un chimpancé que habían robado de un científico también detenido. Como parte de su entrenamiento, los soldados nazis esperaban que el simio atacase a Mühsam, cuyo aspecto, según narran los historiadores, era lamentable. Para sorpresa de los torturadores, el chimpancé abrazó al prisionero, lo resguardó y lamió sus heridas. Enfurecidos por la piedad del animal, los celadores lo torturaron hasta matarlo.
En la actualidad, la robótica, la inteligencia artificial y otros artilugios pretenden humanizar robots, dotándolos de empatía y afecto. Si bien desde Homero, en la Ilíada se habla de autómatas, la apuesta de humanizar robots rebasa a los Frankensteins de la ciencia ficción. Me parece admirable y terrible construir robots empáticos. Admirable por la genialidad científica. Terrible porque al paso por el que camina la humanidad, la tristeza, las pérdidas, el duelo encontrarán “refugio empático” en robots y no en humanos. A Daniel Dennett, filósofo e inmenso provocador, uno de los “cuatro jinetes del anti-apocalipsis”, le preocupa sobremanera la Inteligencia Artificial y sugiere repensarla antes de aplicarla de manera masiva.
El reto es interesante. Si la empatía, el cariño y el altruismo tienen un origen evolutivo más profundo, como se desprende de los macacos que se abrazan y se consuelan tras ser agredidos, es probable que el comportamiento ético, afín a las cualidades señaladas, se determine no sólo en casa, sino desde los genes.
Transcurridos muchos años me declaro tecnofóbico y no tecnofílico. ¿Serán éticos los robots?, ¿serán empáticos? Si las respuestas son afirmativas, los seres humanos serán otro tipo de seres humanos.