Las infinitas lecturas acerca de la muerte son una suerte de avenidas largas. Se sabe dónde inician. Se desconoce dónde finalizan. Las religiones son las responsables de la multiplicidad de dichas lecturas. También lo es el dedo pulgar: hacer prensión con los dedos vecinos permitió el desarrollo del cerebro y a la par el haber adquirido conciencia sobre la muerte.
Las avenidas del mundo albergan proteicas miradas acerca de la muerte. El tema es inagotable. Sin la conciencia de la finitud, el ser humano haría menos, se movería menos. En contraposición, saberse mortal impele: crear, modificar, “ser”, son atributos de la certeza del punto final.
El embrollo no es la muerte per se. El embrollo proviene de las interpretaciones que de ella se han hecho. Tanto la religión judía como la católica han explotado a su favor la finitud de la vida; paraíso versus infierno. Inmenso problema. Sus proclamas han colocado a Dios a su lado: con él o contra él. Sus argumentos, indiscutibles para los fieles, absurdos para los ateos, determinan el destino, paradisíaco o infernal de los seres humanos. El sitio final, aseguran los religiosos, depende del comportamiento y del apego a los mandatos de las religiones.
He leído con furor y emoción Vivir con nuestros muertos, de Delphine Horvilleur (Libros del Asteroide, 2022). Once historias/ensayos conforman el libro. Son historias: Horvilleur narra sucesos y eventos. Ella es la piedra angular; su mirada da voz a los integrantes del suceso, quienes, en diálogo con la rabina, estructuran y dan vida al relato. Son ensayos: conocedora profunda de la religión judía, la lectura del libro, apta para cualquier persona independientemente de su religión, ofrece una miríada de interpretaciones acerca de los significados de Vivir con nuestros muertos. O bien, como me gusta decir, convivir con nuestros difuntos y acompañar a enfermos y familiares durante sus últimos días a morir con dignidad.
Acompañar es un acto humano casi en desuso. La familia Facebook, Linkedin, Twitter y anexas han sustituido manos, miradas, palabras. Acompañar debería ser un acto médico obligado, sobre todo cuando el enfermo afronta el final. Eso hace Horvilleur (Nancy, 1974): habla, toca, escucha y ofrece su servicio a las personas que han perdido a un familiar. Estar con los deudos es su oficio. En el mundo contemporáneo, abrazar es infrecuente. Horvilleur lo hace: “Como rabina, sé que dispongo de un lapso muy breve para intentar discernir dicha luz a través de las palabras, los gestos, los relatos y los silencios de quienes constituyen el círculo más estrecho del difunto”. Y se empeña: busca consuelo, revive la vida: “Saber decir todo lo que fue y lo que podría haber sido, mucho antes de decir lo que ya no será”. Y reta: “No hay nada más peligroso que hacer hablar a los muertos. Pero nada es más sacrílego que hacerlos callar”.
Horvilleur es la tercera rabina en Francia. Ser mujer rabina es sui géneris. Lo mismo sería si el próximo papa fuese mujer o si hubiese imames femeninos. Aunque el libro se centra en anécdotas y versiones sobre la vida judía, el libro invita a cualquier persona interesada en el tema. Delphine es una de las voces más escuchadas del judaísmo liberal en Francia e incansable feminista, sus ideas “abiertas”, su defensa por la paridad en el rabinato, su lucha por la igualdad de hombres y mujeres en la religión, su apoyo a favor de la contracepción y de que las mujeres decidan sobre su cuerpo y sobre el momento de su maternidad, son buenas razones para acercarse al libro, cuyo lenguaje, frases cortas y espléndida traducción de Regina López Muñoz evoca. En tiempos de fanatismos, personajes como Delphine son imprescindibles.