Nunca en la historia de la República –que parece estar en sus últimos estertores– se acumularon tantos y tan variados escándalos de corrupción, abuso, excesos y hasta ligas con el crimen organizado, todos protagonizados básicamente por el partido en el poder, sus legisladores y funcionarios de gobierno. Nunca tampoco la impunidad llegó a campear en forma total.

Son tan grotescos e infames los casos documentados, que uno se tiene que preguntar seriamente: ¿Tienen los morenistas una naturaleza más corrupta que sus pares priistas o panistas? No lo creo. Más bien, sin que esto los justifique, desde luego, creo que hay que considerar las circunstancias que ya privan en el país: puestos en una escena de poder absoluto se han corrompido, como era previsible, absolutamente.

Sin rendición de cuentas, sin órganos de control reales o instituciones que sirvan de contrapeso a su actuación, con una Suprema Corte de Justicia que ya no les puede estorbar (esperan ahora una que ellos impusieron), protegidos por una mayoría legislativa obtenida ilegalmente en un auténtico putsch, con las fiscalías y tribunales a modo y la Guardia Nacional y el Ejército entretenidos en diversos negocios, el hampa política guinda tiene las manos completamente sueltas y la certeza de que nada los puede detener y menos aún castigar.

Fueron ellos los que construyeron ese entorno autocrático destruyendo todo contrapeso constitucional (deformando, anquilosando y violando la Carta Magna), con lo que terminaron por legalizar lo ilegal. Sólo les falta, para coronar su caciquil “revolución de las conciencias” terminar con las reglas electorales democráticas de las que justamente se valieron para llegar a la Presidencia. Es lo que dice su manual leninista: usada y burlada la “democracia burguesa” para llegar al poder, hay que destruirla e imponer la “democracia popular”.

En las coordenadas del poder absoluto, por supuesto que también disfrutan de una impunidad absoluta. Mientras nos acostumbramos a esta (porque creen que nos acostumbraremos, me queda claro), la presidenta Sheinbaum les da jaloncitos de orejas y les recuerda a sus camaradas la “justa medianía”, así como la sobriedad y humildad que debe caracterizar el ejercicio del poder.

Pero todo es un llamado a misa. Los que han viajado como magnates este verano la escuchan atentos, pero cínicamente deslizan ante los medios que lo hicieron con “su dinero”. Los que humillaron a algún ciudadano por haber osado custionarlos, increparlos o aun insinuado algo sobre su intachable conducta política, se victimizan porque la aplicación de la condena les ha ganado el repudio generalizado.

En el extremo, los que aparecen ligados a la delincuencia organizada de forma evidente (Adán Augusto López poniendo al frente de la Seguridad Pública a un hampón, por ejemplo), sólo guardan silencio como un pequeño acto de contrición y acuden a visitar a la señora presidenta como si nada. Lo demás lo hace la manada de diputados y senadores que, disciplinadamente, protege a violadores (legisladoras morenistas a la cabeza), estafadores, huchicoleros y demás gente del partido.

Así va el naufragio de la República a manos de un grupo voraz que en breve tendrá, no como contrapeso sino como comparsa, un Poder Judicial “electo por el pueblo” (con la ayuda de miles de “acordeones” y toda clase de prácticas fraudulentas sin Tribunal Electoral que las pueda castigar). Entonces vendrá la justicia “popular” a vengar entuertos como el que sufre la pobre Beatriz Gutiérrez Müller, acusada por periodistas inescrupulosos de querer irse a vivir a un bonito barrio madrileño (¡ella, estudiosa de la atrocidades cometidas por los conquistadores “con la espada y con la cruz”, háganme el favor!) y de ser incongruente con sus principios.

Se va la República y llega la “justicia popular”; los ministros electos se preparan para su toma de protesta en espera de instrucciones de quienes los pusieron en el cargo. Las palabras de Montesquieu quedan, sin embargo, como elocuente descripción de lo que ya vive México:

“Cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad; falta la confianza, porque puede temerse que el monarca o el Senado hagan leyes tiránicas y las ejecuten ellos mismos tiránicamente.

“No hay libertad si el poder de juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Si no está separado del poder legislativo, se podría disponer arbitrariamente de la libertad y la vida de los ciudadanos; como que el juez sería legislador. Si no está separado del poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor.

“Todo se habría perdido si el mismo hombre, la misma corporación de próceres, la misma asamblea del pueblo ejerciera los tres poderes: el de dictar las leyes; el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o los pleitos entre particulares”.

Y sí, todo se perdió. Quede dicho.

@ArielGonzlez

FB: Ariel González Jiménez

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