Como a todos los admiradores de la gran literatura, la muerte de Mario Vargas Llosa significó una pérdida irreparable. Aunque he leído varios de sus libros, asistí a algunas de sus conferencias, me tomé un par de fotografías con él, me autografió algunos ejemplares e, incluso, llegamos a charlar, no me atrevería a decir cuáles son sus mejores obras sin conocerlas a cabalidad; entre ellas se encuentra "Historia de Mayta".
En una nota que data de 2000 —16 años luego de la primera edición—, Vargas Llosa recordó que la idea de "Historia de Mayta" surgió por un breve suelto que leyó en un diario francés y agregó que esta novela: “Es incomprensible separada de su tiempo y lugar, aquellos años en que, en América Latina, se hizo religión la idea, entre impacientes, aventureros e idealistas (yo fui uno de ellos) de que la libertad y la justicia se alcanzarían a tiros de fusil. Esta ilusión hizo correr ríos de sangre, desaparecer a muchos jóvenes generosos, entronizó dictaduras militares sanguinarias y, a fin de cuentas, retrasó veinte años la democratización de Hispanoamérica. Pero la novela se ocupa de estos asuntos sólo al trasluz de su tema central: la ambivalente naturaleza de la ficción, que, cuando se infiltra en la vida política, la desnaturaliza y violenta, y que, en la literatura, más bien, crea espectáculos que nos conmueven, enriquecen y ayudan a vivir”.
El relato corre a cargo de un misterioso escritor, ubicado 25 años después de los sucesos, quien nos cuenta, a ritmo de thriller, el frustrado intento revolucionario de Alejandro Mayta Avendaño en 1958, una época en que “la política consistía exclusivamente en sentimientos, indignación moral, rebeldía, idealismo, sueños, generosidad, mística”.

En una comunidad andina conformista ante las desigualdades y que sufre sin chistar un ambiente donde “todo es podredumbre [y] los muladares invaden los espacios de la ciudad desde los barrios marginales hasta los residenciales y exclusivos”, ya que sus pobladores saben “que el Perú seguirá tal cual hasta el fin de los tiempos”, es donde el rescate de la vida de Mayta se justifica, “porque su persona y su historia tienen […] algo invenciblemente conmovedor, algo que, por encima de sus implicaciones políticas y morales, es como una radiografía de la sociedad peruana”.
Al final, como en todo movimiento utópico de carácter redentor, el resultado es la desilusión: “Ahora sé qué lo ha destruido, ahora sé por qué es el fantasma que tengo a mi lado. No el fracaso de Jauja, ni todos esos años de cárcel, ni siquiera purgar culpas ajenas. Sino, seguramente, descubrir que las expropiaciones fueron atracos; descubrir que, según su propia filosofía, había actuado ‘objetivamente’ como un delincuente común. ¿O, más bien, haber sido un ingenuo y un tonto […]? ¿Fue eso lo que lo desengañó de la revolución, lo que hizo de él este simulacro de sí mismo?”
La crítica no fue generosa con este libro. Para mí, sin ser de las mejores obras del peruano, me sumergió en un apasionante entorno de facciones, de eternas disputas políticas, de mucha discusión conceptual y de una “revolución permanente” inmóvil, características de los movimientos socialistas, comunistas, estalinistas, trotskistas y otras derivaciones. Vargas Llosa reprochaba esta recepción: “Sospecho que, a pesar de su apariencia, esta novela no es sólo la peor entendida y la más maltratada, sino también la más literaria de todas las que he escrito, aunque sus apasionados críticos vieran en ella […] sólo una diatriba política”.