A principios del siglo XX, el filósofo alemán Edmund Husserl buscó insistentemente al escritor austriaco Hugo von Hofmannsthal con la intención de integrar su obra y su visión del arte a un proyecto teórico-filosófico que pretendía defender una comprensión del mundo estrictamente contemplativa. Las esperanzas de Husserl de sumar a su cohorte a una de las voces más originales de la literatura europea pasaban por la lectura de una conferencia en la que Hofmannsthal definió al poeta como alguien que “está ahí y no es asunto de nadie preguntarse por su presencia. Está ahí […] y no es más que ojos y oídos [...] Es el espectador; no, el compañero oculto, el silencioso hermano de todas las cosas”.
Después de revisar atentamente los contenidos del documento de Hofmannsthal, Husserl se sintió entusiasmado de que otro pensador de primer orden comprendiera la reflexión como el instrumento idóneo para clarificar la realidad sin tener que tomar una postura respecto a ella.
En 1907 mantuvieron correspondencia y celebraron su acuerdo en torno a la necesidad de restituir la pureza a las experiencias estéticas, filosóficas y científicas: “Las cosas que están ahí sensiblemente ante nosotros, las cosas de las que habla el actual discurso científico, las establecemos como realidades y en esos fundamentos de existencia se basan el estado de ánimo y la voluntad: alegría porque esto sea, tristeza porque aquello no sea, deseo de que eso sea, etc. El polo opuesto de la actitud mental de la contemplación puramente estética y del estado de sentimiento puramente correspondiente”. En este fragmento se trasluce la idea, de origen platónico, según la cual la vida y la reflexión se hallan en ámbitos totalmente separados, y es a la segunda la que corresponde esclarecer el sentido de la primera.
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La historia de la cavilación como vía principal para la adquisición de conocimiento se remonta a Sócrates, a quien se atribuye la aseveración “filosofar es aprender a morir”, cuyo significado radica en una invitación a los intelectuales a disolver su vínculo con lo material y lo social de modo que pudieran consagrarse a la exploración de las ideas verdaderas, a las que la mayoría de los seres humanos sólo pueden vislumbrar tras la muerte. Esta condición transformaría a los filósofos en una especie de muertos vivientes, que renuncian voluntariamente a su participación en la llamada “vita activa” para recalar en la “vita contemplativa”.
Dicha distinción se mantuvo vigente durante la Edad Media, especialmente en la vida monástica, así como en la filosofía renacentista y moderna. Husserl la concibió como la búsqueda de una neutralidad del sujeto para con la existencia, a través de la cual la conciencia adquiere el hábito de dirigirse a “las cosas mismas”, y ha llegado a nosotros por medio de la concepción de la hipótesis como un intento de purificación o limpieza de todo aspecto humano contaminante en los asuntos científicos.
Si algo ha evidenciado la historia de la contemplación es que toda iniciativa teórica ha de estar vinculada al perímetro de la vida. Para hacerse útil, la teoría debe plantearse la responsabilidad de superar el desarrollo ad infinitum de la abstracción y vincularse con el exterior, con lo concreto y común. Es en suelo de la normalidad familiar en el que se construye la guarida de la humanidad, y ello no implica renunciar a los requerimientos del pensamiento y de la ciencia. Ya lo advirtió el filósofo Peter Sloterdijk: “Todas las enfermedades de la razón son lesiones al mundo de la vida”.