El desarrollo de los medios de transporte ha revolucionado nuestra concepción del mundo. Apenas un siglo atrás, recorrer el planeta era una ambición imposible y aún existían lugares inexplorados al alcance de nuestra imaginación; actualmente, estamos a unas cuantas horas de casi cualquier punto que queramos visitar. Esta simplificación de la distancia fue uno de los motivos por los que la escritora alemana Judith Schalansky emprendió su peculiar proyecto “Atlas de islas remotas”.
Desde las primeras páginas, nos adentra en un universo que será al mismo tiempo geográfico y literario: “En los Atlas, la Tierra parece tan plana y alcanzable como la imagen que durante tanto tiempo se tuvo de ella, antes de que los exploradores descubrieran y dieran nombres a todos los espacios en blanco y nos salvaran de los inquietantes monstruos marinos y otras aterradoras criaturas que poblaban sus márgenes”.
Cuenta Schalansky que, en cierta ocasión, llegaron a sus manos una serie de ilustraciones cartográficas de finales del siglo XIX, entre las que encontró el mapa de una pequeña isla, sin escala ni leyenda: “imaginé que un joven aprendiz de cartografía habría ensayado sus primeros trazos en esta isla, antes de atreverse a dibujar tierra firme; y de repente me resultó meridianamente claro que las islas no son más que pequeños continentes, y que los continentes, por lo tanto, no son nada más que islas muy grandes. Ese pedazo de tierra con claros contornos era perfecto, pero al mismo tiempo había sido olvidado completamente [...]; había perdido todos sus vínculos con la tierra firme, el resto del mundo simplemente se había esfumado”.
El inventario de las 50 ínsulas que conforman el libro está organizado en función de los océanos en las cuales se encuentran y un relato acompaña la presentación de cada una. Por ejemplo, Soledad (Rusia), ubicada en el Glacial Ártico, fue descubierta, según los registros, en 1878 por Edvard Holm Johannesen. Desde entonces alojó diversas estaciones meteorológicas hasta convertirse, durante la Guerra Fría, en una de las estaciones polares más grandes de la Unión Soviética y ser rebautizada como Isla de la Reclusión. Evacuada finalmente en 1996, todavía se conserva una bitácora con las últimas instrucciones para el desalojo y pende de las paredes de la antigua base un retrato de Lenin.
Socorro, localizada en el Pacífico e integrante del Archipiélago Revillagigedo, es la coprotagonista de la narración de George Hugh Banning, marinero californiano que, fascinado por los sitios deshabitados, se enroló como grumete con el afán de encontrar un territorio deshabitado. Su sueño se hizo realidad cuando se enroló en una expedición “por aguas mexicanas en uno de los primeros yates de diésel propulsados por electricidad”. En este periplo llegó a un cayo cercano a Baja California en el que no había “absolutamente nadie”, como le advirtieron sus camaradas cuando decidió quedarse: “Cuando le preguntaron por su fecha estimada de regreso, para ir por él y devolverlo a tierra firme, respondió: “Nunca, nunca, y esto es lo bello”. Años después de su rescate escribió sobre aquel lugar: “Me recuerda a un cúmulo de paja quemado, medio apagado por la lluvia, cuyas llamas carecen de la fuerza para volver a arder y se extinguen en silencio sobre un charco de agua mortecino”.
Leer un atlas implica una curiosidad quizá mayor que la de un viaje, genera en sus lectores la necesidad de tener todo el mundo ante sí, con su extrañeza geográfica y poética.