Cada vez que una persona se interroga por los contenidos de la felicidad, se pregunta simultáneamente por cómo desea vivir y desarrollarse en el ámbito humano. Esta duda se ha mantenido vigente a lo largo de la historia, constatando que se trata de una indagación que compete a cada individuo y también a la sociedad en su conjunto. En contraparte, la infelicidad equivaldría al abandono de todo cuestionamiento y, por ende, del afán de mantenernos vivos.
No es únicamente un objetivo por conseguir, es un estado de ánimo universal que exige plenitud y demanda consistencia. Séneca expresó en su estudio sobre la felicidad que: “Se puede […] definir diciendo que el hombre feliz es aquel para quien nada es bueno ni malo, sino un alma buena o mala, que practica el bien, que se contenta con la virtud, que no se deja ni elevar ni abatir por la fortuna, que no conoce bien mayor que el que puede darse a sí mismo, para quien el verdadero placer será el desprecio de los placeres”.
El Diccionario de filosofía de Walter Brugger ahonda: “la felicidad se entiende como la experiencia de una plenitud y alegría interna, que va más allá de estar contento. Según la persuasión de la tradición filosófica, la felicidad es el fin último de toda aspiración humana y, en consecuencia, el bien supremo del ser humano. Consiste en seguir la plenitud de lo que apetecemos o soñamos”.
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Si coincidimos con las definiciones anteriores, podemos atisbar que la enseñanza que se extrae de quienes se han dado a la tarea de reflexionar sobre la felicidad es que en ella consiste el bien mayor, pero que ésta demanda esfuerzo, paciencia y perseverancia.
Dando por cierta que la máxima aspiración de la vida radica en ser feliz, a cada sujeto le corresponderá esforzarse en elaborar una personalidad que le permita llevar una vida buena. Esto quiere decir que los valores sobre los que sustentamos nuestra conducta y expectativas residen en nosotros mismos más que en una serie de normas que deben acatarse por su obligatoriedad. Esa forma de ser que asume tal responsabilidad no es espontánea, debe configurarse al paso de los años y, como expresó Bertrand Russell en La conquista de la felicidad, alcanzarla por medio del “equilibrio entre el esfuerzo y la resignación”.
Existen limitaciones para quienes aspiran a la consecución de la felicidad, así como malentendidos en torno a esta idea que la van aproximando a la frustración y al desengaño. Uno de los más socorridos en la actualidad es la prevalencia de los valores instrumentales sobre los éticos, siempre sobre la base de que hay que equiparar la buena práctica con un sentido ambiguo de gratificación. Victoria Camps escribió al respecto: “Hoy la retórica de la felicidad es inseparable del discurso publicitario que trata de vender. Buscar la felicidad en la sociedad de consumo equivale a consumir. En lenguaje utilitarista, el consumo es el máximo placer capaz de compensar cualquier tipo de dolor”.
Aldous Huxley escribió que “el secreto de la felicidad y de la virtud es que te guste lo que debes hacer”. El deseo, tantas veces vilipendiado como un obstáculo para el libre desarrollo de la persona, adquiere aquí las características de una potencia, aquella que hace que la felicidad sea una alternativa de nuestro presente y no la llama fatua de una eternidad superior. El virtuoso sabe que cualquiera puede llegar a ser feliz en momentos específicos, sin embargo, lo que lo distingue del resto es el horizonte que le ha acompañado a lo largo de su actuar en el mundo.