En las últimas semanas, los titulares del mundo han sido un desfile de amenazas, sangre y enfrentamientos. La violencia parece desbordarse, como si el sistema internacional hubiera decidido entregarse sin resistencia a su dimensión más oscura. Pero, ¿es la violencia una consecuencia inevitable de un mundo anárquico y desordenado, o somos nosotros quienes, a través del discurso, la política y la tecnología, lo estamos empujando conscientemente hacia ese abismo?
Los ejemplos recientes no dejan lugar a dudas sobre la gravedad del momento. El conflicto en Gaza ha dejado más de 57 mil muertos desde octubre pasado, en su mayoría civiles. En Ucrania, el número de bajas rusas supera el millón desde el inicio de la guerra, mientras las ciudades siguen arrasadas, los niños desplazados y los drones sobrevuelan con total normalidad. Se habla del final de ambas guerras, pero ese "fin" se parece más a un congelamiento estratégico que a una verdadera paz. ¿Y si, en lugar de cerrar capítulos, estuviéramos solo silenciando el ruido para hacerlo estallar más adelante?
Mientras tanto, la tensión entre India y Pakistán volvió a escalar con una velocidad alarmante. Intercambio de ataques, amenazas nucleares apenas veladas, y un nacionalismo que no necesita excusas para despertar. La retórica de "nos están provocando" o "es por nuestra seguridad" vuelve a camuflar lo que, en realidad, es una disputa de poder envuelta en odio histórico.
Pero quizás el frente más preocupante de todos sea el que enfrenta a Israel e Irán. La posibilidad de una guerra abierta entre dos potencias respaldadas por aliados estratégicos, con arsenales nucleares y agendas regionales cruzadas, deja poco margen para el error. Cuando la estrategia se reduce a eliminar científicos, bombardear instalaciones nucleares y desafiar abiertamente los equilibrios tácitos, lo que se prepara no es un conflicto más, es una ruptura que podría arrastrar a todo Medio Oriente y al mundo a una nueva etapa de imprevisibilidad atómica.
Y mientras eso ocurre fuera, dentro de las sociedades también se respira violencia. En Estados Unidos, las redadas del ICE han provocado una nueva oleada de protestas y enfrentamientos, especialmente en ciudades con fuerte presencia migrante. En paralelo, Donald Trump plantea su “Golden Dome”, una constelación de defensa espacial para interceptar misiles enemigos. Suena a película de ciencia ficción, pero en realidad es parte de una narrativa que prepara a su electorado para un mundo amenazante y los invita a “defenderse” antes de que alguien siquiera ataque.
En Colombia, el atentado contra el candidato Miguel Uribe Turbay estremeció a un país que aún recuerda los años más oscuros de la violencia política. Y en México, los cárteles siguen enfrentándose con saña, disputándose territorios como si se tratara de pequeñas guerras civiles no declaradas. El crimen organizado ya no desafía al Estado: Lo sustituye en muchas regiones.
Todo esto nos lleva a una pregunta incómoda: ¿Estamos realmente viviendo una época inevitablemente violenta, o somos nosotros -gobiernos, líderes, medios, ciudadanos- quienes estamos convencidos de que esa violencia es necesaria, incluso deseable, para justificar nuestras acciones?
La anarquía del sistema internacional no es nueva. Lo nuevo es el empeño con que se alimenta la confrontación. La polarización como método político, la deshumanización del otro como herramienta electoral, la construcción de enemigos internos y externos como mecanismo de cohesión. Ya no se trata de guerras inevitables, sino de guerras elegidas. Decididas. Provocadas. Y luego vendidas como necesidad.
“Espejito, espejito…”, nos repetimos frente a la pantalla. Pero el reflejo no miente: El mundo no es más violento porque sí. Lo es porque seguimos construyéndolo así. Porque elegimos discursos de fuego, estrategias de miedo y políticas de confrontación. El espejo no está roto: Lo hemos empañado con nuestras propias palabras. Y hasta que no dejemos de ver enemigos por todas partes, ese mundo reflejado seguirá ardiendo.