Actualmente me encuentro en Madrid, España. Ayer, durante un paseo por la ciudad de Segovia, algo tan simple como el escaparate de una tienda de deportes me llevó a una profunda reflexión. En el aparador no estaban las camisetas de Cristiano Ronaldo, Messi ni de las grandes estrellas del fútbol europeo. Las que se exhibían eran otras: las de las selecciones de México, Colombia y Venezuela.
No fue una casualidad. Fue un espejo.
Ese pequeño escaparate reflejaba una verdad cada vez más difícil de ignorar: la migración es hoy uno de los fenómenos sociales más poderosos, complejos e imparables del mundo. A veces se da de manera natural, pero muchas veces es forzada, mal gestionada, ignorada o tratada con una dureza que deshumaniza. Y sin embargo, siempre está ahí: presente en los trenes, en las cocinas, en las plazas, en los acentos que llenan las calles.
Migrar es un derecho humano, pero también lo es no migrar. Es decir, el derecho a quedarse sin tener que hacerlo a costa de la seguridad, el futuro o la vida. Millones de personas siguen siendo expulsadas de sus países por razones políticas, económicas, sociales e incluso climáticas. Y muchos gobiernos prefieren no atender las causas estructurales de estos desplazamientos, especialmente cuando la migración se convierte en una fuente constante de remesas. India, China, México y Egipto son ejemplos de países que sostienen buena parte de su economía a través del dinero que sus ciudadanos envían desde fuera. Pero esa dependencia termina siendo un silencio cómplice frente a lo que obliga a migrar.
Hoy, caminar por ciudades como Madrid, Berlín o Santiago de Chile es oír un concierto de acentos. Lo mismo sucede en Nueva York, Los Ángeles, Dubái o Riad. Lo que antes parecía lejano hoy es cotidiano: una arepa en Lavapiés, un bolero en Montmartre, un niño salvadoreño en una escuela de Texas.
La Unión Europea ha vivido en carne propia las consecuencias de varias crisis migratorias. En 2022, tuvo más de 384,000 solicitudes de asilo. Frente a este reto, ha intentado modernizar y flexibilizar sus sistemas migratorios. Personas provenientes de Siria, Afganistán o Venezuela han obligado a repensar la migración no solo como un fenómeno humanitario, sino como una oportunidad laboral frente al envejecimiento de la población europea. Sin embargo, esta apertura convive con un fuerte refuerzo de las fronteras externas del espacio Schengen, que busca proteger la libre movilidad interna pero elevar barreras hacia fuera.
En contraste, Estados Unidos ha mostrado una cara mucho más dura. Políticas como las de Donald Trump marcaron un punto de inflexión: familias separadas, muros como mensaje, criminalización del migrante como bandera política. Aunque los cruces irregulares han bajado, la realidad es que las rutas migratorias se han vuelto más peligrosas, más costosas, y el tráfico de personas ha desplazado a la trata en muchas regiones. Las redes criminales han encontrado en la desesperación humana una nueva mercancía.
Y al mismo tiempo, existe una migración menos visible, pero igual de significativa: la de quienes migran por decisión, por oportunidad, por estrategia. Hoy hay una presencia creciente de mexicanos en España, especialmente en zonas como el barrio de Salamanca o la calle Serrano en Madrid. Son familias de clase media alta y alta que están invirtiendo, comprando propiedades y enviando a sus hijos a estudiar en universidades europeas. Esta migración, aunque privilegiada, también habla de un país que no ofrece garantías. Porque no solo migran los más vulnerables; también lo hacen quienes pueden hacerlo sin arriesgar la vida. Y eso, quizás, debería preocuparnos aún más.
El mundo está enfrentando de manera violenta algo que no se puede frenar: el movimiento humano. Y aunque es cierto que ningún país puede abrir las puertas sin límite, también es verdad que las políticas migratorias basadas en la exclusión, la xenofobia o el miedo solo generan más crisis, más muerte, más fragmentación.
Y es aquí donde vuelvo a México, pero no solo a México. También a Colombia, Venezuela, Honduras, El Salvador, Haití, Nicaragua, Guatemala, Bolivia. A todos esos países que, por distintas razones, han visto partir a su gente con una maleta llena de miedo y esperanza.
Cuando vi esas camisetas en Segovia entendí que la migración latinoamericana ya no es invisible. Que nuestros colores, acentos y sueños se exhiben en vitrinas de todo el mundo. Pero también entendí que detrás de cada jersey hay una historia de salida, y detrás de cada acento, una raíz que se vio obligada a moverse.
Ojalá llegue el día en que nuestros países no solo estén presentes en los aparadores de ciudades lejanas, sino que sean capaces de ofrecer vidas dignas dentro de sus propias fronteras. Que dejen de ser tierra de expulsión y se conviertan, por fin, en territorio de regreso.