En el verano de 2024 tuve la dicha, como creyente, y el privilegio, como ser humano, de ser recibido por el Papa Francisco.
Ocurrió en su despacho del Palacio Apostólico, en Ciudad del Vaticano.
Fue un encuentro de 30 minutos, que luego se me hizo notar que había sido aún más extraordinario, pues se acostumbraba que ciertas visitas no duraran ni más ni menos de 20, para no herir sensibilidades.
A mi esposa y a mí nos advirtieron que el protocolo no sería rígido pues con el Papa Francisco se había relajado por completo: “la ropa de color obscuro estaría bien y la señora sin mantilla negra en la cabeza, no es necesario”.
Llegamos una hora antes de la cita, por la mañana.
De vacaciones, como en esa ocasión, habíamos estado otras veces en el Vaticano, recorriendo ese sitio magnífico repleto de historia, cultura y espiritualidad. Así que, sin ser la primera vez, pero como si lo hubiera sido, pudimos rebasar los límites turísticos y adentrarnos a una experiencia irrepetible.
Subimos tres pisos por elevador y nos hicieron pasar a un gran salón, donde aguardaba una religiosa. Resultó argentina y que le había escrito una carta al Papa, solicitando audiencia. Además de saludarlo necesitaba de su apoyo para una causa noble. Le tomamos una foto con su teléfono y antes que nosotros fue avanzando otros cuatro salones que conforme se acercaban al despacho papal eran más pequeños.
El tiempo que aguardamos nos pareció un suspiro tratando de asimilar la grandeza religiosa de ese lugar.
Cuando finalmente su secretario nos abrió paso al despacho, se desbordó un torrente de emociones.
El Papa nos saludó con una sonrisa cálida y paternal. Nos invitó a sentarnos frente a él en su escritorio. Le agradecimos de corazón que nos recibiera.
El encuentro fue fraterno y cariñoso.
Le dije que yo había sido un católico estándar, ordinario, hasta que en 2017 tuve dos infartos y en 2019, me quitaron el riñón derecho tras estallarme un quiste, hasta ese momento no detectado, que me tuvo hospitalizado semanas en terapia intensiva. Cuando recobré la conciencia, en esa soledad hospitalaria, le rogué a Dios y a la Virgen de Guadalupe por mi salud y por mi vida.
Le confesé al Papa que esos eventos me habían acercado a la religión y que todas las noches agradecía y rogaba por mi salud, por mis seres queridos y por quien lo necesitara.
El Papa me escuchó atento y respondió: “Y el riñón que le quitaron, ¿se lo echaron al gato?”.
¿Cómo?, reaccioné confundido. Y me repitió: “Y el riñón que le quitaron, ¿se lo echaron al gato”?
Con más naturalidad que pena, solté una carcajada.
El Papa se rio y me dijo que así suele ocurrir. Que también rezara por él, lo que no he dejado de hacer desde ese día.
Nos dijo que había elegido ser “un Papa del pueblo y no de escritorio y pluma”. ¡Vaya que lo logró!
Al final del encuentro soltó: “falta la foto”, lo que inmediatamente ocurrió y nos despidió con su bendición.
Decidimos que guardaríamos este increíble encuentro en nuestros corazones.
Hoy lo comparto, tras su fallecimiento, porque más personas merecen saber que murió un hombre bueno, congruente en lo que decía y lo que hacía, genuinamente preocupado por los pobres, desapegado de lo superfluo, un líder espiritual incomparable y carismático quien, como el inolvidable Juan Pablo Segundo, logró hacernos sentir plenos, dichosos y orgullosos de nuestra fe. Que descanse en paz.
(Ya habrá verdaderos expertos -y también de ocasión- que dimensionen su enorme legado, más allá de su misericordia y su ternura).