El martes 24 de junio, la presidenta Sheinbaum anunció que pronto enviará al Congreso su propuesta de reforma en materia político-electoral cuyas grandes líneas, anticipó, incluyen la extinción de los diputados plurinominales, así como una reducción sensible a los recursos asignados al Instituto Nacional Electoral (INE), al Tribunal Electoral (TEPJF) y a los partidos políticos.
La creación del Instituto Federal Electoral (IFE), que más tarde se convirtió en el INE, fue el resultado de una demanda de los sectores más conscientes de la sociedad mexicana (“que los votos cuenten y se cuenten”) y de las exigencias que venían de fuera. Ninguno de los avances democráticos de las últimas décadas respondió a un clamor popular sino a la presión de pequeños sectores ilustrados que denunciaban la ausencia de contrapesos al Supremo Poder Ejecutivo. Al pueblo no parecía importarle la democracia, sino cosas menos etéreas como sus condiciones de vida, empleo, educación, vivienda, seguridad…
Durante décadas, a la mayoría del pueblo no le importaba que el PRI siempre ganara las elecciones porque sus gobiernos eran eficaces: los avances en materia educativa, de salud, de infraestructura y empleo, eran evidentes, La educación pública se convirtió en la más importante palanca para el ascenso social, en la posrevolución surgió una clase media vigorosa y aunque el abstencionismo era muy alto se encubría con el relleno de las urnas o la alteración de las actas de votación.
El gobierno, a través de la Secretaría de Gobernación y su Comisión Federal Electoral que encabezaba el titular del ramo, conducía el proceso electoral y anunciaba los resultados. Pero, en el último tramo del siglo XX empezó a ser evidente el agotamiento del régimen y con él se acentuaron los reclamos democráticos.
Porfirio Muñoz Ledo y Cuauhtémoc Cárdenas encabezaron la Corriente Democrática del PRI, que fue la simiente del Frente Democrático Nacional (FDN), un amasijo en el que cabía todo o casi todo: expriistas, excomunistas, extrotskistas, ceuistas, parmistas, pero que mostró que el partidazo tenía los pies de barro. El régimen no estaba preparado para reconocer una derrota, la caída del sistema prefiguró el fraude cuya figura central fue el entonces secretario de Gobernación, Manuel Bartlett Díaz, hoy purificado mientras su pareja y su hijo hacen suculentos negocios al amparo de la 4T.
El sistema electoral actual es ciertamente costoso, porque es fruto de la desconfianza y porque blindar las elecciones cuesta. Al quitarle recursos a los partidos, pierden todos, menos Morena porque seguirá favorecido por debajo de la mesa, por el gobierno federal, 24 gobiernos estatales y los empresarios enchufados a la “transformación”.
Andrés Manuel López Obrador utilizó la apertura democrática y el profesionalismo del INE para ganar el poder, pero ahora ya no le sirve: “Tírese después de usar”.
Lo que anticipa la reforma electoral es una regresión a los peores años del PRI, pero eso no le importa a un pueblo alimentado con los discursos lisonjeros y las pensiones sociales, mientras fracciones minúsculas de la sociedad patalean, después de todo, es lo único que les queda: el derecho a patalear.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario. @alfonsozarate