Desde hace años he observado que los juicios de amparo han constituido un obstáculo a la colaboración internacional en materia de extradición. Se trata de la comisión de un delito en un país del que un presunto delincuente se ha sustraído de la acción de la justicia viajando a otro con la finalidad de no ser detenido. Obviamente las autoridades encargadas de ejecutar una orden de aprehensión sólo lo pueden hacer dentro de su territorio, por eso se ven obligadas a pedirle al país donde se sabe que está el perseguido a que sean ellos quienes lo detengan para después entregarlo al Estado que lo requiere.

Por ejemplo, desde hace más de diez años el gobierno de Estados Unidos solicitó, sin éxito, la extradición de los hermanos Miguel y Omar Treviño Morales, alias Z-40 y Z-42, respectivamente, líderes de un cártel del narcotráfico. Por ello, el gobierno de México tuvo la necesidad de utilizar otro mecanismo legal, sin precedente, argumentando la seguridad nacional para expulsar del país a presuntos narcotraficantes. Fueron ellos y otros 27 procesados los entregados recientemente a las autoridades estadounidenses en un operativo simultáneo para extraerlos de sus prisiones.

Sin embargo, no es la primera vez que el Ejecutivo Federal está jurídicamente impedido para cumplir con el acuerdo internacional en materia de extradición con los Estados Unidos. Hace 25 años diversos juicios de amparo, promovidos principalmente por narcotraficantes, lograron impedir su extradición argumentando violaciones a dicho tratado. Fue hasta el 29 de noviembre de 2005 que la Suprema Corte abandonó su propia jurisprudencia e interpretó que “la prisión vitalicia no constituye una pena inusitada de las prohibidas por el artículo 22 de la Constitución, por lo que cuando se solicita la extradición es innecesario que el Estado requirente se comprometa a no aplicarla o a imponer una menor que fije su legislación” ( P./J. 2/2006). Con ese precedente se destrabaron varios procesos de extradición en los que se había concedido el amparo. La interpretación de varios juzgadores ocasionaron materialmente que se exigiera a los Estados Unidos, al momento de solicitar la extradición, un compromiso que no estaba expresamente en el tratado.

Desde hace tiempo he propuesto una reforma a la Ley de Amparo porque en mi opinión están previstos dos procedimientos para tratar la suspensión como medida cautelar con el fin de evitar la extradición, cuando sólo debiera existir uno. La reforma no sólo debe contemplar la perspectiva de los derechos humanos de quienes son solicitados en extradición, igual de importante son las víctimas que esperan justicia porque el presunto delincuente huyó a otro país y también es fundamental considerar la naturaleza de la extradición, cuyo fin es que ningún delito quede impune.

Recientemente, la Suprema Corte interpretó que en los casos que se admita una demanda de amparo que se promueva contra una extradición “debe decretarse la suspensión de plano y

de oficio para evitar que la persona sea entregada al país requirente”. Con esta orden de la ley y la jurisprudencia, de observancia obligatoria, todos los jueces de amparo de nuestro país seguirán impidiendo materialmente que los criminales más peligrosos puedan ser trasladados a Estados Unidos para enfrentar la justicia allá.

Si bien la jurisprudencia 1a./J. 165/2024 (11a.) pretende armonizar los artículos 126 y 127, fracción I, de la Ley de Amparo, en mi opinión es irrelevante tratar de explicar porqué el legislador federal equivocó en regular dos procedimientos para un solo tema. La esencia es la posibilidad de que el Gobierno Federal pueda probarle a un juez federal que no hay apariencia de un buen derecho para que éste niegue la suspensión, que no trascurran diez años de recursos y debate jurídico para decidir si cumplimos o no con un compromiso internacional. Si no reinventamos el amparo para el tratamiento de la extradición seguramente seguirá siendo observado como un fracaso de los jueces.

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