Los beneficios del comercio internacional para México han sido tan obvios que casi nadie cuestiona lo que décadas atrás era visto por algunos partidos políticos, sectores de la sociedad civil e ideólogos como un estorbo a la transición democrática y un trampolín hacia un “neoliberalismo empobrecedor”. Como en otros lados, la exposición de la economía mexicana al exterior generó ganadores y perdedores, pero el balance neto ha sido por demás positivo. A diferencia de otros países latinoamericanos, que dependen de la exportación de minerales o productos agrícolas de alta volatilidad en los mercados internacionales, México ha consolidado una industria manufacturera de alto valor agregado con un peso significativo en el producto interno bruto, el empleo, la remuneración y la productividad. En Estados Unidos pasó algo similar, pues había temor de una migración de inversiones para aprovechar el bajo costo laboral en suelo mexicano, pero en realidad el TLCAN y ahora el TMEC han consolidado cadenas de valor de alta competitividad para beneficio de todos los países socios, incluyendo sus productores y consumidores.
Hasta hace poco se pensaba que las nuevas restricciones injustificadas al comercio vendrían principalmente de regulaciones técnicas, ya que el margen de maniobra para modificar aranceles es bajo para países como México, Canadá o Estados Unidos, si es que se atienen a las reglas de la Organización Mundial del Comercio y los tratados internacionales. Trump vino a cambiarlo todo, pues en un franco desprecio a esas reglas, muy a su estilo personal, utiliza la política comercial y su posición de líder de una superpotencia para conseguir objetivos en otros frentes, sean políticos, económicos, migratorios o de seguridad nacional, estén justificados o no, tengan asidero en la realidad o no, y se esté dando un disparo en el pie o no.
Van dos ocasiones en las que el mandatario estadounidense anuncia la imposición de aranceles a las importaciones originadas de México. En la primera ocasión aplazó la decisión por un mes, mientras que en la segunda, después de un par de días, estableció exenciones parciales (sector automotriz) y generales (todo lo cubierto por TMEC) durante otro mes, sin ofrecer muchas señales de lo que vendría después. Todo lo que no cumplía con las reglas de origen en términos de ese tratado y pagaba arancel 0 (por que Estados Unidos no lo cobraba) ya paga el impuesto nuevo. Esto es independiente de los aranceles anunciados a los proveedores de acero y aluminio de todo el mundo, así como los “recíprocos” para supuestamente equilibrar el comercio mundial, que de concretarse generarían un verdadero desorden global. El golpe al país es obvio, en la medida que un pedazo importante de la economía depende no sólo de las exportaciones a Estados Unidos, sino de inversiones extranjeras y nacionales que dependen del libre acceso, en condiciones de estabilidad y certidumbre, al mercado de nuestro vecino del norte. Esto, frente al hecho que, por cuestiones naturales, es muy difícil, si no imposible, sustituir el comercio perdido con Estados Unidos y diversificarlo hacia otros destinos.
Frente a este escenario, y al margen de lo que pase en un mes o seis, que parece no depender del todo de los esfuerzos o acciones realizadas por el Gobierno mexicano, la realidad económica hará su trabajo y tendrá que ir generando autocontención. Si bien esta guerra comercial rechazada por todos (salvo por Trump) golpearía en mucha mayor magnitud a nuestro país, los daños a Estados Unidos no serían menores, desde una congestión logística en las fronteras, alzas de precios al consumidor, reacción adversa en los mercados financieros, así como golpes a regiones y sectores productivos específicos que podrían generar incluso pérdidas políticas. Hasta el propio Trump podría ser sensible al cúmulo de estas consecuencias negativas. El Gobierno mexicano debe ante todo mantener la calma y no agravar la situación, lo que sucedería con un círculo perverso de acción y represalia, pues no estamos en posición de ponernos al tú por tú. La defensa del libre comercio, de la visión de una Norteamérica competitiva frente al mundo y de la vigencia de los compromisos internacionales, de la mano con el análisis objetivo del balance histórico de la relación bilateral, deberán (junto con la realidad económica y los intereses en juego) cerrar la pinza.
*Maestro en Derecho por Oxford, comisionado de Cofece y profesor en la Universidad Iberoamericana
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