Hasta la reforma constitucional que extingue algunos organismos autónomos (Cofece, IFT e INAI) y redefine la naturaleza de los reguladores energéticos (CRE y CNH), por más de 30 años la evolución del régimen de competencia se había caracterizado por una constante: el fortalecimiento progresivo de la autoridad en cuanto a recursos y atribuciones, así como de sus condiciones de operación e independencia. Esto, de la mano con la implementación de procedimientos más robustos, la profesionalización de los cuadros técnicos, la cooperación internacional y la especialización de jueces y tribunales. El modelo de autonomía constitucional establecido en 2013 no fue ni tiene que ser la única receta a seguir, pero lo cierto es que funcionó, ofreció buenos resultados y tenía un buen tramo por andar; hacer ajustes drásticos y transitar a otra cosa muy diferente a más de una década genera riesgos importantes. Ni a el gobierno, ni a las empresas, ni a los consumidores o la sociedad en general conviene que el nuevo esquema deje de funcionar.
La centralización de la política de competencia en la esfera de la Administración Pública Federal no exime la responsabilidad de garantizar una serie de condiciones elementales. El país sigue enfrentando enormes retos y desafíos derivados de la excesiva concentración, prácticas empresariales ilegales, sectores vulnerables de la población que enfrentan sobreprecios y malas condiciones de abasto de bienes y servicios, así como un déficit de innovación y emprendedurismo que sofocan nuestro potencial de desarrollo. Una buena ley y autoridad de competencia no son la solución a todo ello, pero sí un componente relevante de la ecuación.
En general, una buena política pública cuesta y conviene tenerla mientras genere mayores beneficios que costos. Una agencia de competencia requiere recursos suficientes, económicos y humanos, para desplegar funciones de alta complejidad y, sobre todo, para tener un decente alcance en una economía del tamaño de la mexicana. De nada sirve un mandato constitucional o un anhelo de castigar el abuso del poder económico o promover la equidad de mercado si hay pocas investigaciones o escasa supervisión. O intervenciones sin sustento técnico o racionalidad económica. Es además pertinente recordar tres cosas: primero, una autoridad de competencia exitosa suele pagarse sola por el mero ingreso fiscal que genera vía multas y aprovechamientos; segundo, la nueva agencia asumirá atribuciones que no tenía antes en telecomunicaciones y radiodifusión y, por extraño que suene, también funciones de regulación asimétrica a preponderantes en esos sectores; tercero, el enforcement cada vez es más complicado por fenómenos como la inteligencia artificial, uso masivo de datos, plataformas digitales, la internacionalización de cárteles o la sofisticación de estrategias para quebrantar la ley.
Por otra parte, hay que aprovechar la evolución del régimen sustantivo y capitalizar su madurez, no rediseñarlo. Eso no exime hacer ajustes precisos y mejoras donde la experiencia lo señalice, pero grave error sería apartarnos de las mejores prácticas y entendimientos básicos. La independencia técnica de la nueva agencia, tal y como lo mandata la Constitución, dependerá de la legislación secundaria y de diversas cuestiones fácticas, administrativas y políticas. Pero el gobierno debe entender que la existencia de una autoridad imparcial y técnica (independientemente de que constituye una obligación conforme el TMEC) es fundamental para generar una cancha de juego pareja y ofrecer confianza, así como para atraer y retener inversiones. Conviene escudarla, dejarla operar y que tome sus decisiones, sin que ello esté peleado con la pertenencia al Ejecutivo y con una sana interacción con otras áreas de gobierno que persigan fines conexos. Este camino de transición tiene muchas olas y marea, pero por el bien de todos debe hacerse lo necesario para que el barco llegue a buen puerto.
*Maestro en Derecho por Oxford, comisionado de Cofece y profesor en la Universidad Iberoamericana
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