La reciente elección en Bolivia, que consagró al centroderechista Rodrigo Paz como nuevo presidente con el 54,5% de los votos, marca un giro político de gran magnitud: por primera vez en dos décadas, el país andino no será gobernado por el Movimiento al Socialismo (MAS). En seis de los nueve departamentos, el voto popular se inclinó por una opción que promete estabilidad y orden (disciplinamiento a fuerza), pero que al mismo tiempo expresa el desgaste de las fuerzas progresistas y el avance de una agenda liberal-conservadora. Este viraje forma parte de un movimiento regional más amplio: en Chile, el ascenso de figuras de la ultraderecha como Johannes Kaiser, respaldado por el hijo del dictador Augusto Pinochet, y en Ecuador, la reelección de Daniel Noboa en un contexto de militarización, crisis fiscal y graves violaciones a los derechos humanos, son señales del reposicionamiento de las derechas latinoamericanas.

En este clima político regional, Argentina se prepara para acudir nuevamente a las urnas. La elección pondrá a prueba la fuerza real del proyecto encabezado por el presidente Javier Milei, cuya retórica libertaria ha trastocado el tablero político tradicional, aunque la sensación es que presenta un profundo declive. Más allá del resultado, la pregunta de fondo es si el país asistirá a una consolidación del ciclo conservador regional o si, por el contrario, emergerá una recomposición de los movimientos populares. Me inclino personalmente por lo segundo, considerando las últimas experiencias en las urnas que ha vivido la fuerza política de Milei (y sus alianzas fracturadas).

La coyuntura invita a volver sobre las experiencias fundacionales del peronismo, el varguismo y el cardenismo, tres movimientos que marcaron el siglo XX latinoamericano y definieron la relación entre Estado, trabajo y nación. En un reciente panel internacional (realizado en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales-UNAM, 13/10/2025), titulado “A 80 años del surgimiento del peronismo. La vigencia de los movimientos nacionales populares en América Latina”, los académicos Magda Barros Blavaschi (UNICAMP, Brasil), Valeriano Ramírez (UNAM y secretario de Asuntos Académicos del SITUAM) y Carlos Alfonso Tomada (UBA) reflexionaron sobre esa herencia vigente.

Barros subrayó cómo el varguismo inauguró en Brasil la entrada del mundo del trabajo en la escena política, fundando el sindicalismo moderno y las bases del sistema público de protección social. En aquel periodo, recordó, el 70% de la población vivía en el campo sin derechos laborales, y el impulso de Vargas buscaba integrar al país mediante la industrialización y la ampliación de ciudadanía, incluso con la promesa -entonces inédita- del voto libre y femenino.

Por su parte, Ramírez analizó el cardenismo como un proyecto que rompió con los viejos esquemas oligárquicos para construir un modelo corporativista. En su interpretación, Lázaro Cárdenas articuló un proceso de sustitución de importaciones y fortalecimiento de la economía nacional, donde el Estado mediaba entre clases y sectores sociales.

Una digresión personal sobre el corporativismo, más allá de que se nutre de la discusión eurocéntrica cuestionada parcialmente por Tomada. Para el caso de México esto es relevante, si atendemos al conocimiento empírico que ubica a este país, junto con muchos otros, compartiendo formas de intermediación corporativa. La definición clásica de Philippe Schmitter (1992) señala: “El corporatismo puede ser definido como un sistema de representación de intereses en el cual las unidades constitutivas se organizan en un limitado número de categorías singulares, compulsorias no concurrentes, ordenadas jerárquicamente y diferenciadas funcionalmente, reconocidas y autorizadas (si no es que creadas) por el Estado, y a las que se les concede un explícito monopolio de la representación dentro de sus respectivas categorías a cambio de observar ciertos controles en la selección de sus líderes y en la articulación de sus demandas y apoyos”.

A diferencia del pluralismo, en el corporativismo la formación no es espontánea (sino de emergencia controlada); existe limitación cuantitativa, concentración, estratificación vertical e interdependencia complementaria, y -un aspecto no menor- es de tipo obligatorio, de nuevo con apoyo de Schmitter. Como ya fue señalado, no es difícil ubicar a México en lo descrito.

Para nuestros fines, conviene recuperar el planteo analítico de Schmitter, que distingue entre el corporativismo estatal y el corporativismo social. Se trata de una elaboración apoyada tanto en los trabajos de Manoïlesco, que resalta las diferencias entre el “corporativismo puro” y el “corporativismo subordinado”, como en la contribución teórica portuguesa, que plantea la distinción entre los corporativismos de “asociación” y de “Estado”. Lehmbruch también elabora una tipología en la cual diferencia el corporativismo liberal” del “autoritario”, siendo la principal característica del primero su alto grado de cooperación entre los grupos en la conformación de políticas públicas, mientras que el segundo se manifiesta en los regímenes fascistas (Democracia consociacional, 1992).

Mientras que para Schmitter el corporativismo social es “autónomo” y “penetrante”, ligado al Estado de bienestar de las economías desarrolladas, el corporativismo estatal (“corporativismo desde arriba”) es “dependiente” y “penetrado”, característico de los Estados de capitalismo atrasado y autoritario.

México, con su institucionalismo posrevolucionario y su entramado de sindicatos oficiales, cámaras empresariales y organizaciones campesinas, representa un ejemplo paradigmático de este último tipo, en el que la intermediación política y económica es controlada y jerarquizada desde el Estado, asegurando cohesión, pero también subordinación.

Desde Argentina, Carlos Tomada preguntó si los esfuerzos populares en Brasil, México y Argentina pueden aún considerarse comparables. Su respuesta fue afirmativa, en tanto el rol del sindicalismo sigue siendo un punto de encuentro fundamental. El peronismo, con su alianza entre Estado, clase trabajadora e industrialización, creó una identidad política persistente que hoy vuelve a dividir aguas. El periodista Jorge Rial lo sintetizó recientemente al señalar que “el antiperonismo lleva a ponerse en un lugar insólito”, denunciando el odio de clase y el racismo inoculado que históricamente acompañaron al discurso antipopular. “La Libertad Avanza -ironizó- está preñada de peronismo”.

Frente al avance de las derechas y a la promesa tecnocrática del orden (en Argentina, lastimando a jubilados, violentando a discapacitados y asfixiando a la universidad pública, entre otras), la pregunta sobre la vigencia de los movimientos nacionales populares cobra renovada fuerza. No se trata sólo de un debate histórico, sino de una disputa por el sentido de la democracia, del trabajo y del Estado en el siglo XXI. Si las urnas argentinas confirman o no la continuidad del experimento mileísta, lo que está en juego no es sólo una alternancia electoral, sino el modelo de sociedad que prevalecerá en un continente que vuelve a oscilar entre la memoria de sus proyectos de inclusión y la tentación del autoritarismo de mercado.

(UAM) aley@correo.xoc.uam.mx

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