Los procesos de organización del trabajo suelen, en general, entenderse de manera reduccionista, como meros dispositivos sociotécnicos: no dejan de ser dispositivos sociotécnicos, pues se trata de una configuración de máquinas, procesos y métodos que aumentan la eficiencia productiva. Pero son algo más que esto. Detrás de cada forma histórica de organizar el trabajo -del fordismo a la mcdonalización, y de ésta a la uberización-, se cuela la subjetividad, se rehace una concepción del mundo, un modo de producir y administrar la subjetividad, con una narrativa que tiende a normalizar todo, con una ordenación del sentido común que es a la vez ordenación de la vida social, de las expectativas y hasta las emociones. Sin anestesia, ni un gramo de analgesia, no se trata solamente de técnicas de producción: son tecnologías de poder que fabrican consentimiento y servidumbre (hasta donde se puede, que es lo más por el entrenamiento histórico, voluntario. Marco Antonio Leyva habla del “consenso cómplice”).
Detengámonos en el fordismo que, como fábrica, aparte de ensamblar automóviles y de su influencia en la producción industrial en general, fabrica pedagogía del sentido común. Antonio Gramsci comprendió tempranamente que el fordismo no sólo introducía nuevas máquinas, sino un nuevo orden moral (Atilio Borón lo califica como precoz). Lo que Gramsci llamó “americanismo” era la capacidad del capital estadounidense para penetrar la vida cotidiana, para despojarla de lo viejo y moldear la cultura con lo que se presentaba como nuevo, disciplinando los cuerpos, imponiendo ritmos y hábitos que reconfiguraban el sentido común -las luchas obreras contra el fordismo, así como las altas tasas de rotación laboral en las fábricas fordistas, son evidencia de la tensión social en disputa. Quienes vieron Jumanji (1995, con Robin Williams), coincidirán con el guiño de Joe Johnston a la influencia del fordismo en la cultura “americana”. Las técnicas de cronometraje, las cadenas de montaje y la vigilancia directa funcionaban como pedagogías de la homogeneización, que prometían eficiencia a cambio de obediencia, y viceversa. Así, la fábrica se convirtió en el modelo de sociedad y de la disciplina laboral, como base material de la vida moderna. El fordismo, por lo tanto, fue más que un régimen de producción y acumulación: fue una revolución cultural que codificó la obediencia y naturalizó la subordinación bajo el mito del progreso y la prosperidad compartida, llevando en el túnel del consentimiento social la “única y mejor forma” de hacer las cosas.
Con la Mcdonalización asistimos a un apretón de tuercas de la expansión del modelo industrial a la vida social. La mcdonalización de la sociedad a que se refiere George Ritzer mostró que los principios de las cadenas de comida rápida -eficiencia, calculabilidad, previsibilidad y control- se habían diseminado más allá de la industria, instaurando un modo de vida donde la velocidad y la estandarización desplazaban toda forma de creatividad o autonomía. Cerremos los ojos ante un planisferio: donde pongamos el índice y haya un McDonald’s, allí las cosas seguirán el mismo ritual, con lenguas diferentes, calidades distintas (supuestamente homologadas), pero el mismo cartabón del procedimiento. De esta manera, podemos afirmar que la mcdonalización es un patrón cultural total, que se aprecia en la escuela, en el encapsulamiento y editorialización de la información, en general en el trabajo y su reorganización en tareas claramente delimitadas y cronometradas (los ingenieros F. Taylor y Ford presentes). Esas masas obreras que se dirigen a sus centros de trabajo en Tiempos Modernos (C. Chaplin, 1936) o en La clase obrera va al paraíso (Elio Petri, 1971) representan a las muchedumbres solitarias inoculadas por las poderosas homogenización cultural, deshumanización, simplificación del mundo y empobrecimiento de la experiencia. No es algo nuevo, sin embargo, vale subrayar que el sujeto mcdonalizado ya no necesita vigilancia física constante: controla su propio desempeño bajo parámetros interiorizados de eficiencia.
Vayamos a otro apretón de tuercas, para como dicen los mecánicos, aplicar la fuerza al toque. Ahora pensemos en la Uberización, sin duda un salto digital hacia la servidumbre voluntaria. La uberización representa un nuevo estadio, inscrito en la lógica de plataformas digitales que conectan usuarios y trabajadores mediante algoritmos opacos. Para Antunes, es un fenómeno destructivo del trabajo, que erosiona derechos, fragmenta colectivos y precariza la vida.
J.C. Neffa, repensando las aportaciones de Enrique de la Garza, muestra que se trata de una configuración híbrida: combinación de plataformas informáticas, flexibilización extrema y exaltación del emprendimiento individual. Lo central es que la uberización no solo organiza el trabajo: reconfigura subjetividades, difundiendo una ética del riesgo permanente, la disponibilidad absoluta y la autoexplotación como virtudes.
La servidumbre aquí es algorítmica: a) el trabajador acepta evaluaciones constantes; b) internaliza la lógica del rendimiento; c) se disciplina a partir de recompensas y penalizaciones invisibles.
No es casual que, ante estas transformaciones, los trabajadores respondan en general en un plano defensivo, sin una estrategia ofensiva capaz de cuestionar la arquitectura digital del poder. B. Trentin (sindicalista, político y estudioso del mundo del trabajo), planteaba el siglo pasado que habría que encarar al sindicalismo uniforme y estandarizador, generando un repertorio nuevo para el sindicalismo, reconociendo la diversidad, la dificultad para sustentar las políticas de solidaridad e igualitarismo, la necesidad de que los sindicatos participen en lo que tiene estrictamente que ver con las condiciones de trabajo y vida de los trabajadores, en especial reconociendo que la contratación colectiva ha sido desplazada. Esto se planteaba hace 40 años, y, parafraseando al tango, que estos años no son nada, sigue vigente la agenda.
Sin sorpresas, es un decir, la tecnología del control sigue generando sorpresas, lo que se aprecia es una implicación sistemática, que grano a granito arma y transforma al trabajador en un sujeto implicado, emocionalmente vinculado a la empresa (la “Nueva Misión”, señalarán Aubert y de Gaulejac, 1993). Esa implicación traspasa los muros corporativos, trasminando a la familia, el tiempo libre, la identidad personal -es decir, el capital como relación social compleja en todas las porosidades de la vida social y laboral. La empresa se vuelve la articuladora del mundo del trabajo y del no trabajo, como señalaron Campillo y De la Garza. La servidumbre ya no requiere carta de presentación, coerción externa, pornográficamente (Byung-Chul Han) se produce y reproduce desde dentro, mediante adhesión afectiva, identificación simbólica y miedo a la exclusión (los nuevos likes de la vida).
Cerremos esta reflexión señalando que estamos desde hace tiempo, no mucho, frente a un nuevo régimen de control: de la disciplina al control continuo. Gilles Deleuze anticipó que la transición del encierro disciplinario a la sociedad del control estaría mediada por tecnologías digitales de vigilancia permanente. Ya no se controla el cuerpo encerrado, sino el flujo continuo de información, datos y movimientos. S. Franco y L. Gonçalvez (2005) profundizan esta idea: los tiempos actuales exigen iniciativa en contextos de crisis vertiginosas e incertidumbre crónica, pero al mismo tiempo imponen una subjetividad flexible, adaptable, dispuesta a asumir riesgos sin garantías.
Vincent de Gaulejac (2006) completa el cuadro: la vigilancia contemporánea es comunicacional y se ejerce sobre los resultados, no sobre los procesos. Las fronteras entre trabajo y no trabajo se difuminan: el correo, el GPS, las plataformas colaborativas y las métricas infinitas convierten la vida entera en un espacio laboral potencial, extendiendo el argumento del estudioso francés. Es un régimen de control que no necesita muros: el algoritmo y la conectividad permanente actúan como dispositivos que administran tiempo, atención y comportamiento.
Regresemos a Trentin, y su llamado de atención a rehacer la caja de herramientas, no porque sea inservible, sino porque está anclada sustancialmente en el pasado. Frente a este universo en transformación, las organizaciones sindicales y los marcos normativos del trabajo siguen operando con instrumentos forjados en la era industrial, en la revolución industrial que se expande sobre todo en el siglo XX: la negociación colectiva clásica (aunque se diluya la demanda de la bilateralidad, por ejemplo, con el aumento al STUNAM como faro para impactar las “negociaciones” del sindicalismo universitario); remarcar la representación en centros de trabajo estables (cuando ha avanzado la flexibilidad y el cuentapropismo), la defensa de los derechos ligados al empleo formal (sin voltear a la otra acera o a los destacamentos de trabajadores que recorren en condición de trabajo las avenidas) con categorías de jornada, horarios, antigüedad y supervisión directa, muy importantes, pero que coexisten con la desregulación laboral.
Por ello es importante revisar que la digitalidad -plataformas, apps, datos, algoritmos, inteligencia artificial-desestructura estos fundamentos. La caja de herramientas disponible es insuficiente para una era donde la subordinación ya no depende de la presencia física ni de la supervisión visible (no quiere decir que la vigilancia, el control, la supervisión, desaparecen, ¡no!, se recrean de una manera ilegible, apuntará R. Sennett), sino de mecanismos opacos, deslocalizados y automatizados: un neopanóptico.
Hemos trazado una línea transversal, que va del fordismo a la mcdonalización y a la uberización, entendiendo que se trata de fases sucesivas de una misma racionalidad: la búsqueda permanente de control y eficiencia a través de la producción de subjetividades dóciles y serviciales. Cada sistema reorganiza el trabajo, pero también reorganiza la vida, la cultura, los deseos y los miedos (H.P. Lovecraft revisitado en el transcurrir cotidiano).
Hoy, en plena expansión de la gobernanza algorítmica, la pregunta es inevitable: ¿cómo enfrentar un sistema que produce servidumbre social sin necesidad de coerción visible? Como enunciamos arriba, las respuestas, su ensayo de formulación, tiene que quitarse el grillete de las herramientas heredadas, pensando en las nuevas formas de organización digital del trabajo, en que deben imperar espacios de reflexión y experiencias colectivas en terrenos laborales policéntricos, deslocalizados, con marcos regulatorios donde predominan los datos y los algoritmos, frente a la clave jurídica. La batalla cultural no es ajena a este proceso (la derecha internacional lo tiene claro).
Hasta ahora, en este momento, retomando a R. Luxemburgo, aplicándola en la condición actual, la era digital está avanzando sin pausa hacia la aplicación de mayores controles, contradiciendo los intereses de los trabajadores, depreciando el valor de su fuerza de trabajo, para nada libertad ampliada, como parte de un ciclo histórico de servidumbre cada vez más sofisticada.
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