Indignante ha sido el homenaje que el gobierno del estado de Guerrero rindió a Rubén Figueroa, uno de los artífices de la Guerra Sucia y uno de los principales violadores de derechos humanos en esa entidad y en todo el país.

Ese acto representa un agravio a las víctimas, a las decenas de luchadores sociales que fueron perseguidos, desaparecidos, ejecutados y detenidos de manera arbitraria durante su gobierno y evidencia, además, la pérdida del rumbo y de memoria, cobijada bajo el manto de un pragmatismo absurdo que se acompaña de una profunda ignorancia política.

Alineado con Luis Echeverría, Rubén Figueroa Figueroa protagonizó uno de los periodos más oscuros y despiadados del estado de Guerrero entre 1975 y 1981, impulsando una estrategia feroz para eliminar mediante la fuerza toda forma de disidencia política o social que cuestionara al régimen autoritario del PRI.

El Informe presentado por la Comisión para el Acceso a la Verdad, el Esclarecimiento Histórico y el Impulso a la Justicia de las violaciones graves a los derechos humanos cometidas de 1965 a 1990, concluyó que, durante el gobierno de Figueroa, Guerrero fue el epicentro nacional de la Guerra Sucia, dejando como saldo, entre 700 y 900 víctimas directas.

En la ejecución de esta violencia sistemática y coordinada por el Estado mexicano, participaron el Ejército Mexicano, la Dirección Federal de Seguridad, la Policía Judicial, así como otras corporaciones locales y federales, cometiendo desapariciones forzadas, tortura, ejecuciones extrajudiciales, espionaje, infiltración, persecución política, censura, criminalización de la oposición y violencia sexual como métodos de contrainsurgencia.

Bajo el mando de Figueroa, el general Mario Arturo Acosta Chaparro operó un aparato de represión que incluyó una amplia red de lugares utilizados para la represión. Diversos testimonios refieren la desaparición de los detenidos trasladados a la Base Aérea Militar No.7 en Pie de la Cuesta, desde donde partían los llamados vuelos de la muerte y los detenidos eran lanzados al mar. Carlos Montemayor relató la barbarie: “Mientras los turistas bailaban sobre la arena blanca … los helicópteros arrojaban cuerpos al vacío. Era la guerra sin nombre, el infierno detrás del paraíso”. Las víctimas de esta violencia fueron, sobre todo, los pobres y los opositores: campesinos, estudiantes, maestros y líderes comunitarios. Su gobierno no solo criminalizó a las guerrillas de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, sino que extendió el castigo a sus familias, simpatizantes y comunidades enteras, como lo narró Micaela Cabañas Ayala, hija de Lucio, en junio de 2022 durante la instalación de la CoVEH en las instalaciones del Campo Militar No.1, lugar donde fue recluida a los dos meses de edad junto con toda la familia Cabañas: “En este lugar … sufrimos tortura, tortura física, moral y psicológica, y muchas otras violaciones, incluida la sexual, puesto que mi madre salió de aquí embarazada del gobernador de ese entonces, del estado de Guerrero, que a mí —disculpen la palabra— me da hasta asco pronunciar su nombre”.

Con la misma lógica de la Guerra Sucia, la violencia se reactivó bajo el gobierno de Rubén Figueroa Alcocer (1993-1996), hijo del cacique, quien participó en el “homenaje”. Las masacres, las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones forzadas reaparecieron, culminando en la tragedia de Aguas Blancas en junio de 1995, donde policías estatales emboscaron y masacraron a 17 campesinos de la Organización Campesina de la Sierra Sur, y otros 14 resultaron heridos, como lo documentó la CNDH y confirmó la Suprema Corte de Justicia de la Nación en 1996. Figueroa Alcocer fue responsable político directo de la masacre; sin embargo, su caso quedó impune.

Homenajes como los realizados por el gobierno de Guerrero a Figueroa Figueroa, o el celebrado por el Gobierno del Estado de México a Alfredo del Mazo González en 2024, son una afrenta a la memoria y a las víctimas del viejo régimen. Estos personajes representan la corrupción como sistema, la represión como política y la impunidad como herencia. Sus nombres evocan el pacto histórico entre la violencia y la corrupción que sostuvo al PRI durante décadas. Homenajearlos hoy es no entender el proyecto de transformación que encabeza la presidenta Claudia Sheinbaum y la izquierda, es normalizar la impunidad y negar la dignidad de quienes padecieron el abuso de poder, y de quienes, en voz de Micaela, vieron “apagadas sus aspiraciones de un nuevo México y de un pueblo donde hubiera oportunidades de progreso para la población más pobre y desprotegida”.

Integrante del Consejo Consultivo de Morena

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