Hay algo de inevitable nostalgia en The Brutalist (EU, Reino Unido, Canadá), tercer largometraje del actor, guionista y director Brady Corbet.
Y es que, para hacer menos “problemática” la exhibición en salas de su nueva cinta con duración de tres horas con quince minutos, el director tomó la inteligente decisión de insertar un intermedio a la hora y media de metraje.
Sí, así como en los viejos tiempos en los que toda película exhibida en México (no importando su duración), sufría una abrupta pausa a contentillo del proyeccionista. Las luces se prendían, un letrero fijo en la pantalla anunciaba el “Intermedio”, y ése era el momento de ir al baño o de salir a comprar más palomitas junto con otra copa de helado Holanda.
Pero a diferencia de aquellas épocas, aquí la pausa no es arbitraria, aquí no manda el cácaro, aquí el director sigue al mando incluso dentro del intermedio, que más allá de su utilidad (la película no cansa pero la pausa se agradece) es también una declaración de grandilocuencia: en Estados Unidos las grandes ”épicas” del cine eran las que tenían intermedio.
Así, el famoso Intermedio en este filme parece más una declaración de poder que una atención para la audiencia. Y la declaración es: esto es un filme enorme, que no cabe en pocas horas, que no cabe en plataformas, que no cabe en una televisión.
The Brutalist es una película que todo el tiempo busca la grandilocuencia y ambición. Desde la secuencia inicial con esa magnífica imagen de la Estatua de la Libertad invertida -preludio de lo agridulce que será para el protagonista buscar el sueño americano-, pasando por esa extraordinaria secuencia (en IMAX es abrumadora) en los alpes Apuanos de Italia donde van a buscar mármol, hasta la música (compuesta por Scott Walker) que casi todo el tiempo acompaña la película.
The Brutalist es un filme que elude el silencio, que siempre busca más intensidad, más emoción. Es una experiencia que nos recuerda a El Aviador (2004) de Martin Scorsese, al Tucker (1988) de Coppola, al There Will Be Blood (2007) de Paul Thomas Anderson y ¿por qué no?, por momentos al Citizen Kane (1988) de Welles.
En todas estas, se trata de hombres que luchan contra el sistema en pos de su visión: artística, de negocios, o ambas. Y en todas se hace una crítica al sistema capitalista que pasa por encima de todos, incluso de sus más fieles hijos.
En The Brutalist seguimos a László Tóth (Adrian Brody con altas probabilidades de llevarse de nueva cuenta el Oscar, pero sin el beso a Halle Berry, no sea que me lo cancelen), sobreviviente del holocausto que llega a la isla Ellis y que, como tantos otros sobrevivientes, no trae ni un dólar en el bolsillo pero al menos tiene vida y algo de esperanza.
László se traslada a Filadelfia a buscar a su primo, Attila (Alessandro Nivola), quien vive con su guapa esposa católica, Audrey (Emma Laird), y maneja una mueblería que lleva su nuevo nombre: Miller & Sons. “A la gente de aquí le gustan los negocios familiares”.
Pronto sabremos que László, con esa pinta casi de vagabundo, es un importante arquitecto, que en Hungría dejó muchos edificios construídos, y también dejó a su mujer, Erzsébet (Felicity Jones), a quien no pudo traer a Estados Unidos.
Los contrastes llegarán pronto. En una escena vemos a Lászlo gastarse el poco dinero que tiene en alcohol, fiesta, drogas y mujeres. La adicción a la heroína lo perseguirá durante toda su vida, y eso no lo hace menos genio, aunque por supuesto le trae problemas.
Por casualidad llega una primera comisión. Junto con su primo tienen que construir una biblioteca para algún ricachón local. El resultado es hermoso: grandes ventanales que dejan pasar la luz, libreros con puertas móviles que bloquean al sol asesino de páginas (el hombre sólo tiene primeras ediciones en su colección), un domo que baña de luz una silla, diseñada por el mismo arquitecto. Una belleza absoluta.
Pero cuando el dueño de la casa (el cambio de la biblioteca era un regalo sorpresa de sus hijos) ve que le tocaron su biblioteca y que le movieron sus libros, monta en cólera: corre al arquitecto, al primo, y decide no pagarles.
Es hasta que la famosa biblioteca aparece en revistas y es valorada por los críticos de arte y la alta sociedad en general, que el excéntrico millonario, Harrison Lee Van Buren Sr. (Guy Pearce) busca a Lászlo, quien para entonces ya trabajaba en una mina. Van Buren le ofrece un proyecto titánico: hacer un enorme “Centro Comunitario” en honor a la recién fallecida madre de Van Buren. El plan es de lo más ambicioso: un lugar con piscina, gimnasio, auditorio, una comunión entre el poder económico (Van Buren) y el arte (László).
Es aquí cuando la película se convierte en el eterno y contradictorio conflicto entre comercio y arte, entre patronazgo y artista, sueño y terror, belleza y horror, barbarie y utopía. Entre el control que otorga el dinero y la libertad que exige el creador.
La estructura del filme envuelve al espectador, sus contradicciones generan curiosidad, la enigmática e impredecible vida de este hombre se despliega frente a nosotros cual si fuera un documental muy íntimo de un artista atormentado por su pasado, por sus fantasmas y sus obsesiones.
El estilo arquitectónico del brutalismo (construcciones minimalistas, con materiales de construcción desnudos) causa controversia en los arquitectos por el conflicto que plantea entre ética y estética. En The Brutalist esa controversia está presente todo el tiempo en el personaje de Adrien Brody: un tipo excepcional en su arte, pero éticamente contradictorio e incluso desagradable. Es un migrante que no cumple con la versión romántica de aquel que llega solo a trabajar, pero tampoco se trata de una cinta que apoye la deportación y la xenofobia.
Corbet lanza dardos en varias direcciones: la migración puede ser una pesadilla, los grandes artistas pueden ser genios y terribles personas a la vez, y el capitalismo podrá poner el dinero, pero si te descuidas, el sueño americano tetermina apuñalando por la espalda.
Rumbo al final la cinta derrapa en un cierre que se emparenta más con una telenovela. No obstante, mediante una especie de epílogo, Corbet retoma esta fantástica habilidad para mostrar vidas no ejemplares, vidas no perfectas, vidas que no existieron, pero de las cuales nos fascina saber más.